La política derrotó a la economía sensata en los Estados Unidos en julio pasado, cuando el Congreso y el presidente Barack Obama no podían llegar a un acuerdo sobre impuestos, prestaciones, déficits y un estímulo para la inversión. Los dirigentes europeos también estaban paralizados –descartando rescates y devaluaciones, así como déficits y estímulos. Y, al haber tasas reales de interés negativas, impreso dinero, forzado a un aumento de la liquidez y subsidiado a los bancos comerciales, los banqueros centrales en todos lados –como hizo recientemente el presidente de la Reserva Federal estadounidense, Ben Bernanke– parecen haber concluido que ellos, también, llegaron al límite de lo que pueden hacer.
Como resultado, pocas personas dudan ahora que el mundo se está dirigiendo sin timón ni guía hacia una segunda desaceleración. El debate previo sobre si nos enfrentamos a una “nueva normalidad” de crecimiento más lento ya se ha resuelto: nada ahora parece normal. Arreglar las cosas a medias ya no funciona. Sin poder concluir un acuerdo comercial global o uno para el cambio climático, un pacto de crecimiento, o cambios en el régimen financiero, es probable que el mundo caiga en un nuevo proteccionismo de devaluación competitiva, guerras de divisas, restricciones comerciales y controles de capital.
Sin embargo, no es tiempo de derrotismos. Países clamando haber llegado al límite de lo que pueden hacer realmente significa que llegaron al límite de lo que pueden hacer por sí solos. El camino hacia el crecimiento sostenido y el empleo no se encuentra en la aplicación de una ráfaga de iniciativas nacionales aisladas, sino mediante la coordinación de políticas globales.
Ese era el objetivo en abril de 2009 cuando el Grupo de los 20 (que reúne a 19 países industrializados y emergentes más la Unión Europea) se fijó tres tareas fundamentales. La primera, que era evitar una depresión global, se logró. Las otras dos –un pacto de crecimiento, sostenido por un sistema financiero mundial reformado– deberían ser ahora los principales temas en la próxima reunión del G-20.
En 2010, el Fondo Monetario Internacional estimaba que un enfoque coordinado de las políticas macroeconómicas, comerciales y estructurales podría producir un aumento del 5,5% en el PIB global, crear entre 25 y 50 millones de empleos adicionales y sacar de la pobreza a 90 millones de personas. Sin embargo, un pacto de crecimiento global parece ahora más indispensable aún, teniendo en cuenta los problemas estructurales de la economía mundial y los enormes desequilibrios entre la producción y el consumo.
Puede parecer extraño describir la peor crisis financiera desde los años treinta como síntoma de un problema más grande. No obstante, cuando los historiadores estudien la ola de globalización que se dio después de 1990 –que creó dos mil millones de nuevos productores en la economía mundial– identificarán un punto clave alrededor de 2010. Por primera vez en 150 años, Occidente (los Estados Unidos y la Unión Europea) había sido superados por el resto del mundo en manufactura, producción, exportación, comercio e inversión.
En efecto, para la primera mitad de 2020, el mercado de consumo asiático será dos veces más grande que el estadounidense. Ahora, sin embargo, Occidente y Asia siguen siendo mutuamente dependientes. Dos terceras partes de las exportaciones de Asia todavía son para Occidente, y el comercio Sur-Sur representa sólo el 20% del volumen global.
Dicho de otra forma, una década atrás el motor estadounidense podía conducir la economía mundial, y dentro de diez años los países con mercados emergentes se perfilan para asumir ese rol; particularmente, dado el creciente poder adquisitivo de sus clases medias. Sin embargo, por el momento, los Estados Unidos y Europa no pueden ampliar su gasto de consumo sin aumentar las exportaciones, mientras que para China y los países emergentes no es tan fácil expandir su producción o su consumo sin la garantía de contar con mercados occidentales fuertes.
Entonces, primero tenemos que restablecer la visión amplia de la cooperación mundial contenida en el pacto de crecimiento del G-20 (que desde entonces ha sido rebajada a lo que ahora el FMI llama “un profundo análisis de …aquellos países en los que se han detectado enormes desequilibrios”). No obstante, se necesita una agenda más extensa y profunda: China debería aceptar un aumento en el gasto de los hogares y en las importaciones para el consumo; India debería abrir sus mercados para que su población pobre se beneficie de las importaciones de bajo costo; y Europa y los Estados Unidos deben impulsar su competitividad a fin de aumentar sus exportaciones.
El G-20 también fue enérgico en 2009 en cuanto a la necesidad de un nuevo régimen financiero global para lograr una futura estabilidad. David Miles, del Banco de Inglaterra, pronostica tres crisis financieras más en las siguientes dos décadas. Y si Andrew Haldane –del mismo banco– tiene razón en que las crecientes presiones en Asia pueden provocar futuros trastornos, Occidente lamentará su incapacidad para consolidar la suficiencia de capital global y estándares de liquidez, y un sistema de alarma temprana más transparente.
Ese problema empieza a ser evidente. Los pasivos del sector bancario de Europa son casi cinco veces más grandes que en los Estados Unidos, a un 345% del PIB. Los bancos de Alemania tienen un apalancamiento equivalente a 32 veces sus activos. Entonces, no sólo la recapitalización bancaria es esencial para la estabilidad financiera; también lo son un euro reformado, construido sobre la coordinación fiscal y monetaria, y un fortalecimiento del papel del Banco Central Europeo al apoyar a los gobiernos individuales (y no a los bancos) como instancia de crédito de último recurso.
El G-20 no alcanzará estabilidad y crecimiento sin un enfoque renovado en la reducción de la deuda de largo plazo. No obstante, también hay un imperativo de corto plazo para evitar un ciclo de deterioro. Entonces, debemos considerar las propuestas de Robert Skidelsky para una banca de inversión nacional a fin de preparar nuestra infraestructura –y no se diga nuestro medio ambiente– para futuros desafíos y para estimular el crecimiento y crear empleos. Un modelo es el Banco Europeo de Inversiones, que con 50 mil millones de euros de capital ha sido capaz de invertir 400 mil millones de euros. Sin embargo, tal vez se pueda llegar a un acuerdo con los chinos para que inviertan sus reservas, y con las multinacionales occidentales, en cuanto al trato fiscal de las ganancias repatriadas.
Finalmente, como ha mostrado Michael Spence, premio Nobel de Economía, el crecimiento es una condición necesaria pero insuficiente para crear empleos. En particular, la actual epidemia de jóvenes desempleados requiere de nuevos enfoques: por ejemplo, un banco de desarrollo que ayude a dar trabajo a la enorme población joven en Medio Oriente y en Africa del norte, y crear programas de formación y aprendizaje donde sea necesario. El pacto de crecimiento del G-20 tiene que ser también un pacto por el empleo.
El G-20, que representa el 80% de la producción mundial, se consolidó en 2009 como el único organismo multilateral capaz de coordinar la política económica global. Por desgracia, sus estados miembros pronto abandonaron ese objetivo y regresaron a las soluciones nacionales. De manera predecible, actuar en solitario se ha demostrado inútil para asegurar la recuperación económica. Ha llegado nuevamente la hora del G-20. Cuanto antes el presidente francés, Nicolas Sarkozy, convoque al G-20 a trabajar en conjunto, mejor.

  • 21 Septiembre, 2011

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