Académico de la Escuela de Gobierno UAI

Lo dijo la alcaldesa Evelyn Matthei en medio de los festejos: el nuevo gobierno de Piñera no puede estar dominado por la generación de la transición; debe ser un equipo que refleje la demanda por renovación. Para Matthei es fácil decirlo. Ella fue ministra de la primera administración piñerista. Junto a Joaquín Lavín, ya recibieron su premio a la trayectoria: municipalidades termales. Pero hay otros tantos de la vieja guardia que aún no han disfrutado de la tribuna que garantiza el gabinete.

Una derrota de Piñera habría significado la jubilación definitiva de su generación, o al menos la salida en masa de la primera línea. Es una generación porfiada. Además de un plebiscito perdido, acumula cinco derrotas presidenciales (la primera de ellas, la de Büchi, con el propio Piñera oficiando de jefe de campaña), media docena de parlamentarias y otras tantas municipales. Por el seguro a la derrota que ofrecía el sistema binominal, sus líderes nunca pagaron muchos costos. A diferencia de los conservadores británicos, los conservadores chilenos nunca tuvieron un David Cameron que, cansado de perder elecciones, los pasara a retiro. Pero es también, paradójicamente, una de las generaciones más exitosas que ha tenido la derecha chilena en la historia. En un país que se presume socioculturalmente de centroizquierda, no es cualquier cosa llegar a La Moneda dos veces en ocho años. Es gran mérito de Piñera, sin duda. Pero también de su entorno.

Por lo anterior, la generación “dorada” de la derecha chilena se gana un vale otro. Un bonus track. Un extended time. Un estirón del chicle. Como Rocky en el epílogo, le alcanza para una última pelea. Por cierto, no todos estarán en el ring. Varios de los próceres de la generación de la transición ya se fundieron: Jovino y Longueira, para empezar. Otros, como Coloma y Melero, entienden que muy probablemente agotarán su vigencia política en la refriega parlamentaria. Allamand es incombustible, pero sería un despropósito abandonar una senaturía tan potente y difícil de alcanzar como Santiago Poniente. Pero no es el caso de Andrés Chadwick, Alberto Espina o Hernán Larraín Fernández. El primero es el Pánzer del piñerismo y sería extraño que no tomara el control político del próximo gobierno. Espina y Larraín se abstuvieron de repostular al Senado para gozar –y sufrir – la titularidad de una cartera ministerial. El primero iría a Justicia o Defensa, el segundo a Cancillería. Esto sin mencionar a Gonzalo Cordero, estratega comunicacional del comando. Nunca fue coronel pero sí fue samurái: tiene un vínculo histórico con el grupo. No es casualidad que Piñera haya conocido los magros números de la primera vuelta a puertas cerradas con estos cuatro nombres: Chadwick, Espina, Larraín y Cordero. La notable excepción del experimentado círculo de hierro es Gonzalo Blumel, que podría ser hijo de los anteriores.

Este cuadro genera una tensión. Una de las principales lecciones de la última elección parlamentaria fue precisamente constatar que la demanda por renovación de los elencos políticos es real. El éxito del Frente Amplio no se explica en pura clave ideológica. Pero, al mismo tiempo, Piñera llega al poder con la presión de incorporar a sus compañeros de batalla, para una última gran marcha como aquella de los Ents, los árboles caminantes, en El señor de los anillos. Sin embargo, Piñera entiende la necesidad de renovación en su sector. En un reciente encuentro, entusiasmó a los militantes de Evópoli confesando que entre ellos se encontraban tres cuartas partes de su futuro gobierno. La frase no debe haber caído bien en oídos de Jacqueline van Rysselberghe o de Cristián Monckeberg, timoneles de los partidos más grandes de la coalición. Pero refleja que Piñera está leyendo correctamente el escenario: sabe qué acciones van al alza y cuáles no.

Piñera tendrá entonces que resolver un dilema: o premia los esfuerzos y desvelos de su generación, o entiende que a veces los gobernantes deben sacrificar a los suyos para alcanzar objetivos superiores. El paisaje político chileno está cambiando y la derecha en el poder necesita tener el olfato afinado y el lenguaje apropiado para los nuevos tiempos. No lo tuvo ciertamente en su primera incursión. El “gabinete de la gente linda”, lo llamó Fernando Villegas. Una alta concentración de hombres caucásicos, capitalinos de colegio particular, católicos heterosexuales, y casi todos en edad madura. No hay nada de malo en coleccionar esas características. La pregunta es si son las ideales para conectar con un país que, como le recordó la presidenta Bachelet al presidente electo en su tradicional llamado, es cada día más complejo.

Los baby boomers de la derecha tienen todo el derecho de reclamar su vale otro. Se lo ganaron. A fin de cuentas, equipo que gana repite. En una de esas, Lavín y Allamand siguen pensando que todavía les queda otra más. Pero los resultados del 19N muestran que los millennials vienen con todo a jubilar no solo a los baby boomers, sino a sus hermanos mayores de la generación X. Ciertamente, no se construyen gobiernos a partir de cuotas etarias. Pero sería interesante observar si acaso la generación de Piñera demuestra el mismo sentido estratégico de Daniele de Rossi. Ante el llamado de su entrenador para ingresar a la cancha en el empate contra Suecia, el veterano volante defensivo italiano hizo lo que hacen muy pocos: disputó el cambio y exigió que entrara un delantero. Era la única manera de ganar el partido.

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