La ley no puede prohibir ni castigar las relaciones entre personas adultas del mismo sexo, y sería absurdo que pretendiera hacerlo, porque sería una ley ineficaz. Pero eso es muy distinto a reconocerle el mismo significado que al de la unión entre personas heterosexuales en el contexto del matrimonio.

Muchos quieren hacer creer que el tema de las uniones de personas del mismo sexo está vinculado a la fe religiosa de cada uno y que por lo tanto, en un contexto plural, no se puede imponer tal o cual creencia a la hora de tomar una decisión de orden público como ésta. Este tema no es primordialmente de orden religioso; es decir, que haya que recurrir exclusivamente a la Revelación divina para poder abordarlo adecuadamente, ni tampoco un tema de orden político, puesto que lo que está en causa es un aspecto del ser humano originario, es decir, anterior al Estado. Desde la reflexión filosófica, biológica y antropológica propia de la razón, es posible hacer un adecuado discernimiento respecto de este asunto.

La reflexión en torno a las uniones de personas del mismo sexo y su reconocimiento encuentra una respuesta adecuada a la luz de lo que el hombre es, de forma que las respuestas han de hundir sus raíces en el modo de concebir al hombre, a la mujer, al matrimonio, a los hijos, al rol de la ley y al proyecto de sociedad que queremos.

El tema de fondo que se debate cuando abordamos las “nuevas formas” de familia, que incluirían la de las personas homosexuales, son concepciones de la realidad y del hombre que puedo resumir de la siguiente manera: ¿la realidad, se crea o se reconoce?


a. El hombre crea la realidad

Esta visión postula que el hombre y su libertad crean la realidad. Libertad entendida como fuerza autónoma de autoafirmación. Esta visión pretende generar verdades acerca del hombre a partir de las situaciones que se presentan en la vida, ya sea por debilidad humana, condicionamientos personales o sociales y tantos otros factores con los cuales tenemos que lidiar día a día, pero no desde una ontología de la persona.

En este enfoque se plantea que la organización social que se basa en la diferencia sexual está superada y que la identidad sexual, ser hombre o mujer, no es objetiva sino subjetiva. Así, le corresponde a cada uno construir esta identidad; y a la sociedad, respetar todas las formas de “identidad sexual” a partir de las cuales se componen la pareja y la familia –heterosexual, homosexual, transexual, etc.–. A la luz de esta concepción se plantea la autodeterminación o autoconstrucción del hombre como un derecho. Así, se pretende por decreto otorgarles a estas “verdades inventadas” el mismo estatuto social y jurídico que a aquellas que a través de la observación de la realidad descubrimos como verdadero.


b. El hombre reconoce la realidad

La otra visión es que la verdad existe en la realidad con bastante independencia de lo que yo quiero que ésta sea. Por ello, en contraposición a la visión anterior, se postula que la verdad respecto del hombre, de la mujer, existe, y que el hombre la puede conocer, reconocer, amar y seguir. Desde esta antropología y gnoseología se comprenden la condición sexuada del ser humano, el sentido de la sexualidad y el llamado a obrar en consecuencia.

El fundamento de este principio está en reconocer al ser de la especie humana como hombre o mujer en virtud de la originaria diferenciación sexual presente desde el momento de la fecundación, y que conduce inexorablemente a ser hombre o mujer, y por lo tanto padre o madre, esposo o esposa, hijo o hija.

Así, el hombre está llamado a ser don para la mujer y viceversa. Todo se encamina a ello, y esta unión de complementariedad física, sicológica, sociológica y espiritual constituye la base del vínculo social, y es lo que define el matrimonio, cuna originaria de la familia y la educación de los hijos que obliga en virtud de la responsabilidad que la grava. Esta realidad es natural, única, y no artificial en el sentido de que el hombre la pueda inventar a su gusto.

La masculinidad enraizada en el hombre y la femineidad en la mujer pertenecen a lo propiamente humanum, a lo más genuino de ellos. Es un aspecto fundante de éste, un modo de ser en el mundo, patrimonio inscrito en el ADN de la humanidad. No reconocer esta realidad e intentar cambiarla por otra tan artificial como la descrita traerá graves consecuencias al tejido social.

La ley no sólo regula y sanciona, sino que también educa y genera cultura, la que puede ser más o menos conforme a los intereses de las personas y de la comunidad; en definitiva, del bien común.

Es preocupante este intento de dar reconocimiento legal a vínculos afectivos entre personas del mismo sexo como si fueran equivalentes a los de las personas heterosexuales. Ya se ha pauperizado el valor de la vida humana con leyes a favor del aborto; ahora se pretende empobrecer y banalizar la verdad y el significado del matrimonio tan relevante para las personas y el tejido social al equipararlo a otras instancias afectivas. Occidente con esto producirá una fractura de inmensas proporciones en la sociedad.

Las inclinaciones personales y sus experiencias subjetivas no pueden generar realidad. Solamente desde la verdad óntica de la persona podremos comprender lo que significa ser sexuado, el significado del vínculo entre dos seres humanos y el modo en que esta experiencia se sitúa en el contexto social.

La sexualidad humana tiene una dimensión personal que involucra todo el ser, pero también una dimensión social. La persona, en cuanto sexuada, es artífice del tejido social porque es vínculo y perpetuación de la especie. Por lo que intentar dar el mismo valor a las uniones entre personas heterosexuales que a las de las personas homosexuales significaría sostener que tienen el mismo impacto personal y social; lo que no es cierto, porque las relaciones entre personas homosexuales no son de complementariedad, por cuanto es el encuentro entre dos símiles y porque en virtud de su misma estructura no pueden procrear.

Resulta evidente que ambos tipos de relaciones son distintas en su estructura, su funcionamiento y su funcionalidad social. Las relaciones entre personas homosexuales le quitan valor al sentido y al significado de la diferenciación sexual, atribuyéndole un rol meramente accidental, pero no constitutivo de la persona humana, lo que desde el punto de vista filosófico es muy cuestionable. No corresponde a lo que acontece en la realidad.


c. El Estado y las uniones entre personas homosexuales

¿Promueve el Estado el bien común y un justo orden social legitimando este tipo de uniones?

Sin desconocer el hecho de la existencia de personas homosexuales y de algunas de ellas que comparten el mismo techo, no es menos cierto que esta es una realidad minoritaria y, por lo tanto, hay que situarla en contexto, especialmente a la hora de pensar en una legislación al respecto y su urgencia. La ley de suyo tiene que tener presente a la mayoría de las personas y no los casos particulares. No es adecuado legislar en un tema tan relevante sólo por el interés de la minoría. Por último, se emite una señal muy delicada a las futuras generaciones en el sentido de que se daría por norma lo que corresponde a una excepción, produciendo una gran confusión. En el fondo, en nombre de una libertad que no se fundamenta en la realidad del ser persona humana diferenciada sexuadamente y orientada una hacia la otra, y en nombre de la tolerancia, lo que se termina haciendo es alterar el sentido de la realidad.

La sociedad debe velar por la familia, la que siempre se ha entendido como el encuentro entre un hombre y una mujer que quieren vivir juntos y procrear. Y matrimonio es la palabra que utilizamos siempre y bajo todas las condiciones para designar la unión estable entre un hombre y una mujer. Si ello no se da, no se puede utilizar la palabra.

El concepto de familia como resultado de la unión entre un hombre y una mujer es aquel que, por su estructura, está impregnado de significado y sentido como núcleo articulador de la sociedad. Es un principio universal que atraviesa todas las épocas y todas las culturas, por ser una invariable que lleva a la perpetuación de la especie, una referencia inscrita en el hombre y en la mujer, y por cierto en el deseo de los niños de tener un padre y una madre. Esta realidad es la que debe manifestarse en la estructura jurídica a la hora de velar por los derechos de la familia en la sociedad.

El Derecho tiene allí una labor importante en la sociedad, a no ser que quiera ostentar el cargo de notario de la historia o dócil servidor de la moral de algunos.

Hay personas que se quieren mucho pero no por eso constituyen en sentido estricto una familia, como pueden serlo quienes se hacen cargo de los huérfanos desvalidos. Tampoco se llama familia a un grupo de amigos o amigas, etc., por mucho que se quieran. Pero uno puede preguntarse si cada uno define lo que es una familia ¿Por qué negárselos? Sería muy peligroso debilitar el concepto de familia y creo que leyes que no fortalecen en su legislación el vínculo entre personas de distinto sexo lo hará. Las relaciones entre personas homosexuales son experiencia de orden privado y en ese espacio debieran quedar.

La pretensión de darle reconocimiento jurídico a las uniones homosexuales ve al Derecho no tan vinculado a la justicia, sino que más bien como un sistema de defensa del único derecho humano que para los liberales es realmente fundamental: aquel de que cada individuo vea reconocidas, protegidas, y potenciadas institucionalmente sus propias elecciones personales de vida.

Es cierto que la ley no puede prohibir ni castigar las relaciones entre personas adultas del mismo sexo, y sería absurdo que pretendiera hacerlo, porque sería una ley ineficaz y que puede traer daños mayores. Pero eso es muy distinto a reconocerle el mismo significado que el de la unión entre personas heterosexuales en el contexto del matrimonio; en primer lugar, porque no lo tiene y en segundo lugar, porque sólo tiene un carácter asociativo.

Resulta contradictorio que por una parte la Declaración Internacional de Derechos Humanos aprobada el 10 de diciembre de 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas plantee en el artículo 16 que “la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”, y que por otra parte se constate una privatización de los comportamientos familiares, a la luz de las acciones que se guían por los sentimientos, aspiraciones, gustos, preferencias, expectativas, etc., de orden completamente individuales y subjetivas y desligadas de vínculos sociales y morales por todos reconocidos.

No se discrimina injustamente cuando no se le reconoce vínculo jurídico a las uniones entre personas del mismo sexo, dado que para contraer matrimonio no basta con querer hacerlo: hay que poder hacerlo, tienen que darse las condiciones para ello, y entre dos personas del mismo sexo no se dan, porque no están los pilares de la unión, el de un hombre y el de una mujer. Y, además, no entre cualquier hombre y cualquier mujer, sino sólo entre aquel hombre y aquella mujer que la ley establece que son idóneas para ello (edad, que no sean hermanos, o descendientes de línea directa, etc.)

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