Académico de la Escuela de Gobierno UAI

El primer sentido de la expresión “gobierno de unidad nacional” es literal: un gobierno en el cual todos los sectores políticos estén representados. Es el modelo que usó el presidente Juan Antonio Ríos a mediados del siglo pasado. Sin embargo, Piñera no parece estar refiriéndose a aquello. No tiene entre sus planes convocar comunistas o socialistas al gabinete. Que la última vez haya convocado a Jaime Ravinet (DC) no es suficiente para decir que Piñera entienda la idea de unidad nacional como equipo ministerial multicolor. Por lo demás, los gabinetes de unidad nacional, en este particular sentido, usualmente responden a contextos de crisis institucionales. Se entiende un gabinete de unidad nacional en el escenario de una guerra externa o frente a una catástrofe natural devastadora. No es el caso del Chile actual.

Si no se trata de un gobierno que represente a los distintos sectores políticos del país, entonces la idea de unidad nacional es más limitada: sería la derecha en el poder la encargada de encarnar aquellas aspiraciones e intereses que unen a la nación. Es decir, el gobierno de Piñera sería de unidad nacional porque la derecha sabe –a diferencia de la izquierda– lo que realmente quiere la inmensa mayoría de los chilenos. Reaparece, como un espectro, el discurso lavinista de los problemas reales de la gente.
Es probable que muchos en Chile Vamos promuevan esta segunda interpretación. Pero es una interpretación que desconoce las tensiones inherentes de la democracia moderna, al menos desde la perspectiva liberal. En sociedades pluralistas, creen los liberales, es enteramente legítimo que distintos sectores tengan concepciones distintas de la vida buena y de las políticas que deben aplicarse correspondientemente. Las apelaciones a la unidad nacional subestiman la prevalencia y persistencia del conflicto. Los regímenes fascistas fueron campeones en este particular sentido: creyeron posible eliminar el conflicto de la convivencia política. Todos debían estar unidos tras la misma causa nacional. En este análisis, conservadores y marxistas se parecen. Los conservadores piensan que el conflicto es síntoma de la disrupción de un orden natural u armonía social que debe regresar a su punto de equilibrio original. El socialismo marxista sostiene que el conflicto será superado el día que se resuelva la lucha de clases y cese tanto la desigualdad material como la injusticia estructural. Los liberales, en cambio, entienden que el conflicto es una presencia inescapable. Solo se puede regular y negociar. No puede haber tal cosa como un gobierno de unidad nacional en esta lectura. Por lo demás, si la derecha cree que una mayoría apenas absoluta le permite conocer la voluntad general orgánica de la nación, está cometiendo el mismo error rousseauniano que tantas veces ha cometido la izquierda –el mismo que, en un arrebato de entusiasmo, le permitió decir a Giorgio Jackson que el movimiento estudiantil desplegado en la calle era “el pueblo”.

Queda una tercera posibilidad, con mejor pronóstico. Un gobierno de unidad nacional se distinguirá del actual en el sentido de que favorecerá el diálogo y el consenso por sobre la ruptura y la “retroexcavadora”. El pecado del bacheletismo habría sido la arrogancia de confiar ciegamente en un diagnóstico y aprovechar su mayoría parlamentaria para imponer sus soluciones sin necesidad de buscar acuerdos con la oposición y la minoría. Si el piñerismo quiere operar políticamente en una dirección distinta, se trata de un giro bienvenido. Las reformas que se aprueban con amplios consensos suelen ser menos radicales, pero más legítimas y sostenibles en el tiempo. Como el fútbol, la política democrática no es un juego de velocidad, sino de velocidades. No siempre se puede andar en quinta. Se corre el riesgo de atropellar a mucha gente. A veces hay que enganchar para abrochar ciertos resultados. Se avanza menos, pero se avanza seguro.

Contra esta última sensata interpretación conspira la propia retórica de la derecha. Llenarse la boca hablando de un gobierno de unidad nacional y al mismo tiempo fustigar cada una de las transformaciones del actual gobierno no es muy consistente. La unidad nacional no se obtiene en un clima de permanente crispación y antagonismo. Quizás sea buena idea aplicar la retroexcavadora piñerista a la retroexcavadora bacheletista, pero eso no anticipa un clima de unidad nacional. Es probablemente cierto que los chilenos no quieren derrumbar el modelo en su totalidad, pero no es cierto que rechacen por completo los objetivos de las reformas de la Nueva Mayoría. El caso Caval entorpece la visión y nos impide distinguir cuánto repudio a la segunda gestión de Bachelet se generó por discrepancias puramente programáticas y cuánto se debe a las imprudencias de su familia. Aun aceptando que el gobierno lo hizo mal en materias económico-sociales, es aventurado decir que los chilenos rechazan las reformas estrictamente políticas o aquellas denominadas “valóricas”. Más de un setenta por ciento de los chilenos está a favor del aborto en tres causales. Amenazar con la retroexcavadora en estos temas sería, paradójicamente, una burla a la idea de unidad nacional.

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