Robert Funk
Doctor en Ciencia Política. director ejecutivo de Plural.

Una de las sorpresas en una temporada de sorpresas políticas ha sido ver la portada de un periódico nacional en que se presentan Marco Enríquez-Ominami y Andrés Velasco como las dos principales cartas presidenciales de la Nueva Mayoría. Dice mucho del estado de las cosas dentro del oficialismo que los principales candidatos del sector –como supone tal artículo– hasta el momento se encuentran, en mayor o menor grado, alejados de la coalición que hoy gobierna. También es notable que, a cuatro meses de haber asumido la actual Mandataria, no solamente la prensa, sino también personajes dentro del gabinete como Ximena Rincón, estén hablando abiertamente de candidaturas para el 2017.

Nadie cuestiona el liderazgo que ostenta la actual Presidenta. De hecho, algunos sostienen que lo único que une a una agrupación tan diversa como la Nueva Mayoría es la fuerza y popularidad de Michelle Bachelet. El problema es que para ser una nueva mayoría e imponer esa mayoría en la agenda legislativa es aconsejable tener una agenda común. No sorprende que la oposición haya armado un escándalo por la reforma tributaria o educacional. Sí es raro que el Gobierno terminara negociando tanto con sus propios partidarios como con miembros de la derecha para salvar los proyectos. Esto se debe a una de las grandes paradojas de la Nueva Mayoría: a más mayoría, menos coalición.

Siempre he pensado que, al ampliar el número de invitados, incluyendo a comunistas, líderes estudiantiles e independientes, la Nueva Mayoría logró crear la primera coalición de la época post-transicional, trascendiendo la lógica del Sí y del No y construyendo –se esperaba– una mayoría que sería capaz de llevar a cabo las reformas propuestas.

Para que eso funcionara, sin embargo, se debió haber asegurado antes que efectivamente hubiese acuerdo respecto de lo propuesto. Pero hechos políticos, como la crítica del presidente de la DC a la compra de escuelas particulares subvencionados y su alto costo, o el cuestionamiento de los detalles de la reforma tributaria proveniente de expertos del propio sector, sugieren que ese acuerdo no existía ni existe. En ese sentido, el discurso de “la aplanadora” era tan amenazante para sectores de la coalición gobernante como para la oposición, no solamente en términos políticos internos, sino estratégicos. La inquietud de estos grupos oficialistas era que avanzar en reformas importantes sin la construcción de consensos, les quitaría a las propuestas la legitimidad suficiente y estarían, así, sujetas a cambios en algún futuro gobierno.

La pregunta, por lo tanto, es si estas discusiones -que reflejan diferencias importantes al interior del conglomerado de centroizquierda– representan un problema fundamental para el Gobierno. A cuatro meses de haber asumido, ¿hemos entrado en un pato cojismo precoz?

La buena noticia para la Presidenta es que las divisiones de la Nueva Mayoría no son más que la versión 3.0 de las históricas diferencias de la Concertación. La primera versión ocurrió durante la dictadura, incluso antes de que se cohesionaran las fuerzas de la oposición. La llamada “renovación de la izquierda” fue un gran avance, pero se hizo mayoritariamente en el exilio, sin capacidad de socialización vertical entre militantes. El resultado fue una grieta que surge de tiempo en tiempo entre los que vieron la modernización como una etapa necesaria para la transición, para luego poder implementar cambios profundos, y aquellos que entendieron que el mundo cambió y que los objetivos políticos tenían que ajustarse a la nueva realidad.

La segunda versión apareció durante la crisis económica de los 90, cuando el choque entre autoflagelantes y autocomplacientes dejó en evidencia que la disputa anterior no se había resuelto.

Y ahora, habiendo incluido voces nuevas que nunca se sintieron parte de la Concertación, se han agregado extraflagelantes al debate antiguo entre autoflagelantes y autocomplacientes. ¿Es esta tercera división simplemente la continuación de esa vieja discusión no resuelta, o representa algo más profundo? ¿Corre el riesgo de llevar a la Nueva Mayoría a una tercera sangría política?

Hay algo de ambas cosas. Por un lado, es evidente que Revolución Democrática y otros grupos han resucitado los cuestionamientos respecto de la política de lo posible, que ya fueron levantados en el pasado. Lo que cambia es el escenario: hoy existe una coalición con una probable fecha de vencimiento. El adelanto de las candidaturas tiene que ver con el hecho de que Bachelet irá perdiendo peso con el tiempo. Más aún, las mismas reformas propuestas por el Gobierno contienen las semillas de su propia destrucción. Los cambios al binominal, que abren espacios para partidos y coaliciones pequeñas, harán mucho más difícil que se mantenga íntegra la coalición.

A pesar de haber dejado de lado el discurso de la retroexcavadora, sigue habiendo dentro de la Nueva Mayoría la idea de que cuenta con la legitimidad suficiente para impulsar las reformas que ha propuesto. Otra cosa es si su dinámica interna, y el escenario institucional que ella misma desea imponer, le permitirán hacerlo. En vez de enfatizar tanto su mayoría, tal vez es tiempo de pensar en gastar capital político. Dicho capital es producto de una simple fórmula: mayoría electoral + popularidad presidencial. La suma sigue siendo considerable, pero nada indica que no vaya a disminuir en el futuro. •••

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