La experiencia que quienes recién aterrizaron y quieren llegar a la ciudad es feroz como primera impresión y también como metáfora del país.

 

Precisamente porque las primeras impresiones son las más difíciles de alterar después, la mayoría de los países se esmera en mostrar su mejor y más representativa imagen a los turistas y viajeros de negocios que llegan al país. Y en Chile, estamos haciendo mal la pega. El brutal acoso de taxistas y agentes de taxis que sufren los viajeros que aterrizan en SCL (el Aeropuerto Internacional de Santiago) burdamente presenta a la vez lo mejor y lo peor de nuestro modelo económico. Porque el mercado cruel no tiene que ser sinónimo de salvaje y agresiva selva, nuestro aeropuerto debiera adoptar prácticas en la oferta de taxis similares a las que rigen en la mayoría de los aeropuertos del mundo. Además de mostrar que el neoliberalismo puede tener rostro humano, mejoraríamos la primera imagen que decenas de miles de turistas y viajeros de negocios se llevan de este país donde muchas veces el mercado ha sido asociado con la barbarie. Los taxis deben esperar, no acosar, a los pasajeros.

Después de un ordenado proceso de policía internacional y de aduana –con un obligatorio pero no incómodo paso por una tienda de duty free– los viajeros que aterrizan en nuestro innombrable aeropuerto deben enfrentar una práctica más propia de un país subdesarrollado que de otro donde el mercado funciona en un contexto de instituciones y regulaciones adecuadas. A la salida de aduana, se amontonan los oferentes de taxis y servicios de transportes. Cualquier persona con cara de recién llegada o con maleta en mano es objeto de acoso y abierta intimidación. “¿Taxi señor?” “¡Barato! ¿Dónde lo llevamos?”.

Es verdad que los viajeros tienen la opción de adquirir servicio de taxi o transfer antes de dejar el protegido mundo de las correas transportadoras –con los inevitables y monopólicos puestos de money exchange que en todo el mundo venden moneda nacional a tasas ridículamente altas– y enfrentar la selva de oferentes de taxi (legales e ilegales) que inundan el lobby del primer piso del aeropuerto. Pero nada justifica la existencia de un mercado más propio de la calle, donde los acosadores brokers se acercan ofreciendo diferentes tarifas y cobrando variables comisiones.

Abundan las historias de personas que han terminado pagando 30 mil pesos por un viaje en taxi hasta Providencia que oficialmente no cuesta más de 12 mil y que, de no mediar el poder monopólico de una empresa, podría costar aun menos. En realidad, todo depende de qué tan avezados sean los viajeros. Uno puede obtener un valor marginalmente superior al de mercado si opta por los taxis oficiales (aunque igual debe dejar propina para el que lleva la maleta, para el que sube la maleta al taxi y finalmente para el taxista.) Sin embargo, si decide aventurarse y adquirir el servicio en el mercado ilegal pero evidente del lobby, los costos pueden aumentar significativamente.

En aeropuertos de otros países del mundo, los taxis autorizados esperan en fila su turno para recoger pasajeros. En otras ciudades, las empresas de servicios de transportes tienen sus lugares de venta, y los viajeros pueden optar libremente por la que consideren más conveniente. Hay países donde alguna forma de transporte público llega al aeropuerto, de suerte que los viajeros son libres de escoger entre taxis y la locomoción colectiva. Pero en el caso nuestro, intentamos con los tres sistemas a la vez.

Un pasajero puede adquirir los servicios de taxis oficiales en los lugares de venta (lo que en todo caso no lo exonera del acoso de los brokers en el lobby.) Los pasajeros también pueden salir a la calle y tomar taxis autorizados, si logran superar el acoso y evitar que los brokers les arrebaten sus carros con el equipaje. Finalmente, si los viajeros logran superar la ola de acosadores, pueden incluso llegar a enterarse de que hay buses que los llevan hasta el metro y hasta el centro de Santiago. El transporte público puede no ser la mejor opción, dado nuestro precario Transantiago. Pero esa debería ser una decisión que tomen los viajeros, no los operadores de taxi. El acoso de que son objeto los viajeros que salen de aduana en nuestro aeropuerto internacional por los agentes de taxis oficiales y piratas constituye una pésima –pero en muchos aspectos honesta y certera– advertencia a los recién llegados sobre los claroscuros de nuestro modelo económico. Yendo más lejos, los viajeros pueden llegar a conclusiones meridianamente certeras sobre el Estado de Derecho, la primacía de las instituciones por sobre la barbarie, el respeto por la privacidad y el espíritu empresarial de nuestro país.

 

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