Académico de la Escuela de Gobierno UAI

Michelle Bachelet esboza una sonrisa después de los resultados de la primera vuelta. No porque a la candidatura oficialista le haya ido muy bien. El rendimiento electoral de Alejandro Guillier fue malísimo. No, la presidenta no sonríe por eso. Bachelet sonríe por lo mal que le fue a Piñera y –en cierto sentido– por lo bien que le fue a Beatriz Sánchez.

Un triunfo de Piñera en primera vuelta –o una votación lo suficientemente abultada que lo dejara en el umbral de la mayoría absoluta– habría confirmado la tesis de que el diagnóstico que llevó a Bachelet a La Moneda por segunda vez estaba descuadrado. Es decir, que los chilenos no estaban ansiosos por derribar el modelo sino que aceptaban de buena gana su dinámica, aquella donde el mercado determina el acceso a bienes y servicios básicos de acuerdo al poder adquisitivo de los individuos. Fue la tesis que articuló –mejor que nadie– el intelectual público Carlos Peña. Los chilenos, decía Peña, valoran la dimensión emancipadora de la modernización capitalista. La expansión del consumo les ha abierto puertas que antes estaban reservadas para unos pocos. Hay cosas que el dinero sí puede comprar –escribe Peña en un guiño antagónico al pensador comunitarista y crítico del liberalismo Michael Sandel– y eso se siente bien. Entre las cosas que se pueden adquirir bajo este sistema no solo hay bienes materiales; el mercado es también una competencia abierta por estatus.

La tesis del rector de la UDP es sociológica y no necesariamente normativa. Su objetivo es describir el nuevo paisaje más que pontificar sobre los valores que debiésemos profesar. Por cierto, él cree que hay algo valioso en la descripción. El suyo no es precisamente un lamento. Pero sus críticos olvidan –probablemente porque no se han tomado el tiempo de leer su último libro- que el autor reconoce que estos procesos van aparejados de una persistente sensación de malestar social. Aun así, remataba Peña, la clase media chilena se ha encariñado con el vilipendiado modelo, y quien mejor representaba esos anhelos era Sebastián Piñera, no la izquierda quejumbrosa encarnada por el Frente Amplio. Una victoria arrolladora del candidato de Chile Vamos habría dado al columnista la razón y nos habría permitido sostener –ahora con la seguridad que dan los números– que el diagnóstico 2013 estaba ciertamente mal calibrado.

Pero no fue así. Piñera no fue capaz siquiera de repetir la votación que obtuvo ocho años atrás. Aunque gane la segunda vuelta, la sensación que queda en el ambiente es que no confirma ninguna tesis sobre una clase media fundamentalmente satisfecha con el modelo. Entre Guillier, Sánchez, Goic, ME-O, Navarro y Artés –todos más o menos críticos del mismo– acumularon el 55% de los votos válidamente emitidos. En estricto rigor, esto no desprueba a Peña: solo sugiere que su tesis sociológica no se traduce en lenguaje electoral (lo que puede tener explicación dada la naturaleza polarizadora del voto voluntario: quizás los chilenos satisfechos con la modernización capitalista no sufragaron). No prueba tampoco la tesis del derrumbe del modelo. Pero quizás alcanza para especular que no se han rendido a sus pies.
Por lo mismo se ha puesto hincapié en las holgadas votaciones que consiguió la candidata del Frente Amplio en núcleos urbanos típicamente de clase media –sea lo que eso signifique. Varios integrantes de la familia que pasa el fin de semana en el mall de Maipú o Puente Alto marcaron Beatriz Sánchez.

Aunque no es sabio reducir el electorado de la “Bea” a un solo perfil ideológico, parte importante de su base no cree que las reformas de Bachelet sean malas para Chile. Por el contrario, creen que el gobierno de la Nueva Mayoría ha sido tímido al respecto.

En ese sentido, los resultados del domingo 19 nos entregan pistas para resolver un puzle que parecía insoluble: si acaso la baja popularidad de Michelle Bachelet se debía al rechazo mayoritario de la ciudadanía a sus reformas o a los efectos devastadores que significó el caso Caval para su capital político. Lo primero es de fondo. Lo segundo es contingente. A la derecha le habría gustado que fuera lo primero. Al Frente Amplio le convenía que fuese lo segundo. Ahora es plausible sostener que los últimos estaban en lo correcto: el gobierno no cayó por su programa, sino por una falla en el liderazgo encargado de promoverlas.

Eso, paradójicamente, le saca una mueca de alivio a Bachelet –que compara campante sus actuales treinta y tanto de popularidad con la votación de Piñera–. No alcanza para carcajada, pero sí para sonrisa. La presidenta no ha sido exitosa en parir sucesores a la altura. En su primer gobierno, tuvo dos hijos políticos: Andrés Velasco y Marco Enríquez. El mateo y el díscolo. Pero Bachelet le cortó las alas al primero –que la seguía en popularidad– y no pudo respaldar la aventura del segundo –que representaba chasconamente sus ideas. Tuvo que apoyar al tío poco agraciado de la familia. En este segundo mandato lo intentó con Peñailillo. Terminó mal. A última hora apareció Beatriz Sánchez, el conchito de este árbol genealógico llamado progresismo. Guillier es otro tío poco agraciado. A Bachelet le habría gustado votar por el Frente Amplio. A fin de cuentas, juntos corrieron el cerco de la política chilena. Por eso se contenta su corazón en el epílogo. Por eso se pasea, como su política pública estrella, con sonrisa de mujer.

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