Esta vez no llamo desde Londres, sino desde un pequeño hotel en el quartier latino de París. Aprovechando vacaciones primaverales, semana santa y boda real, salí a recorrer algunas capitales europeas. En las siguientes líneas comparto con ustedes mis impresiones preliminares. Mi primer destino fue Amsterdam. Conocí el célebre barrio rojo y cumplí un viejo anhelo al consumir cannabis dentro de la más absoluta legalidad. Como caballero, sentadito en un coffee shop, eligiendo entre una amplia variedad de cepas. Los clientes sólo tienen una irónica limitación: no pueden tomar alcohol ni fumar tabaco. No presencié ni un solo escándalo. Cada uno en lo suyo en un ambiente de grata complicidad y camaradería. La pregunta cae de cajón: ¿funcionaría algo semejante en Chile? Mi compañero de aventura se mostraba pesimista. No por un asunto de principios (él es tan respetuoso de la libertad individual como yo), sino por sus consecuencias prácticas en contextos más o menos salvajes como el nuestro. Sus argumentos fueron tan potentes como desesperanzadores: mientras la civilización no se extienda, la libertad de los civilizados puede esperar. Yo preferí preguntar: ¿cuánto nos falta para eso? ¿Están alineados los optimistas pronósticos económicos con las expectativas de mayor progreso cultural de la nación? Ojalá lo estén. Más desarrollo debiera traducirse en mayor libertad. Luego de un fin de semana agitado en la capital holandesa, me trasladé a Berlín. Una colorida fauna juvenil proveniente de todos los rincones de Europa me hizo olvidar la estereotípica imagen del oficial nazi que nos ha regalado el cine. Por el contrario, en Berlín todo fluye con una amabilidad inusual. Si a eso le sumamos que todo funciona con la proverbial prolijidad alemana es fácil encontrarse con un resultado ampliamente satisfactorio y placentero. Toda la nostalgia y el morbo, por supuesto, se depositan en el recuerdo de Alemania Oriental. El turismo gana a manos llenas evocando el régimen de Honecker, la historia del muro y aquella provechosa hermandad con los soviéticos. El Berlín de Bachelet, sin embargo, estaba lejos de ser el lugar soñado para vivir. Aunque no existía pobreza dura, los bienes de calidad eran casi inaccesibles para el común de los mortales. Los jerarcas y sus cercanos, en cambio, disfrutaban de condiciones envidiables. Imposible no rememorar Los años verde olivo de Ampuero y esa contundente lección orwelliana: todos son iguales, pero siempre hay algunos más iguales que otros. En lo estrictamente político, lo sabemos, no era más que una democracia de fachada. Como anécdota, me quedo con que apenas una sola vez en más de 40 años uno de los partidos títeres del régimen comunista le negó el voto a una moción de gobierno: fue la Democracia Cristiana alemana ante el proyecto de ley que despenalizaba el aborto. La tercera estación fue Praga. Tal como decía el horóscopo, empezaba una semana jodida para los Libra. Me percaté que no llevaba mi pasaporte –lo había dejado en el hotel de Berlín- justo en el instante que la policía checa subía al tren a realizar un control aleatorio. Transpiré helado, pero zafé. Ya en la estación, un tipo me trató de embaucar para cambiarme moneda húngara. Acto seguido un taxista me cobró 20 euros por llevarme a la vuelta de la esquina. Y aunque Praga es literalmente una maravillosa ciudad de cuentos, los checos a veces hacen lo posible por arruinar la estadía de los turistas. Me acordé de los reportajes sobre los taxistas chilenos a la salida de nuestro aeropuerto y de cómo por unos pocos bandidos la imagen que se lleva el visitante puede empeorar significativamente. El gobierno checo, me cuentan, quiere tomar cartas en el asunto. El nuestro también debería. La trampa es creer que los castillos –en el caso de ellos- y los paisajes naturales –en el caso nuestro- bastan. Volviendo al pasaporte, el impasse pasó a café oscuro. Necesitaba recuperarlo en tres días, pero ningún servicio de encomiendas ¡en todo el territorio europeo! trabajaba el fin de semana de Pascua. Pedí ayuda en la embajada italiana… un fiasco. Intenté luego en la chilena, con pocas esperanzas. La comunidad tuitera, siempre salvadora, me entregó las coordenadas exactas. El cielo se abrió para mí un lunes en la mañana –feriado en república checa- cuando, a pocas horas de mi vuelo a París, la embajada de nuestra larga y angosta faja de tierra en Praga pudo expedirme un pasaporte transitorio para abordar el avión. A través de esta columna aprovecho para manifestar mi gratitud infinita al embajador y al cónsul chileno en esa ciudad. Todavía espero que llegue mi pasaporte oficial desde Berlín. Mientras, como cantaban los españoles de Tam Tam Go en Espaldas mojadas, sin pasaporte y sin visa voy.

  • 6 Mayo, 2011

Lo más leído