Escritor

La segunda noche que llevábamos sin luz, la casa estaba convertida en un refrigerador. No teníamos señal de internet ni de teléfono. Movistar estaba caído. Por suerte teníamos una estufa a gas y otra a parafina que nos permitieron salvar durante el día. Los niños no abandonaban las esperanzas de que en cualquier momento llegaría la luz. Cada cierto rato los veía pegados a una pequeña radio a pilas escuchando los reclamos infinitos que transmitían. Tenían fe igual, sobre todo, porque les parecía inverosímil la situación. Había caído nieve y lluvia y con eso era suficiente para arruinar el fin de semana a miles de personas. El más grande de mis hijos –casi adolescente– me insistía en que venían avisando hace más de una semana. “No puede ser, es muy grave”, repetía acurrucado en su cama. El frío empezaba a ser cada vez peor y la noche estaba encima de nosotros sin piedad.

Pasadas las nueve de la noche, decidimos acostarnos pese a lo heladas que estaban las camas. No veíamos otra posibilidad que confiar en que el sueño diluyera la conciencia y el cuerpo tomara algo de calor gracias a las frazadas y al abrigo que da la ropa. Ya acostados, nos dimos cuenta de que el silencio del barrio era inusitado, y el silencio de nuestra casa, siniestro, pues era el correlato del frío que nos invadía.

Al cabo de un largo rato mi mujer seguía despierta aunque muda de indignación. Mis hijos dormían incómodos. El frío no les permitía relajarse. Era una noche especialmente gélida. No quería hablar con nadie. Estaba en aparente calma, pero dentro de mí la ira estaba desatada. Deseaba no demostrarlo, sin embargo era evidente. Se me había esfumado el sentido del humor hacía mucho rato. Más que responder, había ladrado ante un par de preguntas. Así que nadie me dirigió la palabra. Ahora me daba vueltas en la cama a ver si encontraba un espacio para empezar a calentar el cuerpo.

En un momento la almohada se hizo levemente menos helada y con dos pares de calcetines se me anestesiaron los pies. Especulé con la posibilidad de ir al baño, pero era una odisea que implicaba demasiado desagrado. Preferí quedarme en la cama esperando algo más de calor. Fue en esa circunstancia del todo ingrata cuando se me vino a la mente una imagen de Herman Chadwick en calidad de meme que circula desde hace rato. Él era presidente de ENEL, empresa responsable del corte. No ha cambiado nada con los años, pensé. Su rostro descomunal no ha envejecido desde los tiempos en que era alcalde elegido por Pinochet en Las Condes. Y recordé su voz dudosa defendiendo las carreteras concesionadas. Qué rancio. Y por asociación reconstruí en mi memoria las ridículas, confusas y falsas explicaciones que había dado ENEL por la radio. El encargado de las relaciones públicas tenía una voz que anulaba la piedad hacia los afectados con cada sílaba que emitía.

A esta altura no podía quedarme dormido. Algo menos de frío tenía, pero estaba lejos del mínimo calor para dormir bien. Entonces envolvió mi mente una secuencia de imágenes semiconscientes: los apagones que acontecían en dictadura acompañados de aterradores helicópteros; mi padre solo en su casa; mi madre en la suya, sin moverse mucho y sin ascensor; un pedazo de pasto con nieve que contemplé; una improvisada tetera que ocupamos; el mendigo que se viste con bolsas y habita en la esquina hace décadas; un plato de congrio con papas fritas; las noticias argentinas de feroces cortes de energía en verano; y el miedo a que mis ojos no vieran como antes, en la tarde se me habían cansado al leer. Por un largo rato no descanso de mi furia mental. Planifiqué las venganzas más crueles. Y me sentí vulnerado e impotente. Hasta que me dormí agarrotado.

Despertamos sin luz. El cielo estaba radiante. Sólo había vuelto la señal de Movistar. Las baterías de los teléfonos y computadores, eso sí, estaban en su punto más bajo. Mi mujer nos conminó a salir. Fue un alivio que duró unas horas. Volvimos a la casa, y recién estaba instalado un camión para arreglar el corte. Les pregunté cuánto demorarían. Me contestaron que no sabían, que dependía. De qué depende, les repliqué. De tantas cosas, señor. Daremos la luz cuando podamos.

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