Director Ejecutivo de Feedback

Todo comenzó a fines de los 70. Antes, apenas existían algunos negocios de origen oligarca y otros pocos de inmigrantes. Recién en ese entonces se inició el entusiasmo, el placer del riesgo y la real acumulación de riqueza. Por eso todos somos nuevos ricos, como dijo Jorge Errázuriz tiempo atrás, cuando se empezó a justificar que no era tan malo mostrar y darse algunos lujos. Porque la mítica austeridad chilena no era más que eso, un mito. La verdad es que en el pasado nunca hubo mucha plata.

En los 80 y 90, el país se subió a ese carril y la aspiracionalidad llegó a todos los rincones con una clase media que emergía a borbotones. Faúndez fue su representación icónica, chileno común y corriente que mostraba de manera candorosa que el emprendimiento estaba en el corazón de todos.

La economía y sus indicadores de éxito se constituyeron en el gran referente cultural del país. Y la gente cuidaba todo el andamiaje que lo hacía posible.
El éxito de la Concertación estribó en que instaló a fuego la promesa del progreso y las personas se lo tomaron con fe, sacrificándose colectivamente y esperando con paciencia su turno, convencidos de que tarde o temprano les llegarían los beneficios del modelo.

Así, las huelgas y las manifestaciones públicas eran consideradas expresiones de interés de grupos que atentaban contra un orden colectivo superior. No había que mover el arbolito, había que quedarse quieto en la fila.

Hoy, pasa todo lo contrario. La gente ya no espera. La presión sobre los empresarios ha aumentado en serio y las consecuencias de ello ya no importan.
Las advertencias del mundo de los negocios de que la inversión se irá a Perú, que aumentará el desempleo, o que los proyectos morirán sin pena ni gloria, ya no infunden temor. La respuesta de la calle ha sido presionar por más impuestos, más fiscalización, más transparencia, más huelgas y más rechazos. Con el último caso de colusión, quedó claro que incluso te pueden sacar de la Sofofa.

Así es la cosa: ya no está fácil ser empresario.

Y se nota, puesto que han dejado de tomar riesgos. El propio Jorge Errázuriz vendió Celfin y su nueva imagen descansa en los laureles del pasado. De hecho, toda la generación empresarial de los 80 está rentando de éxitos antiguos. Sus sucesores tampoco destacaron por el desarrollo de nuevos negocios ni por darle un vuelco innovador a sus fortunas. Más bien están especulando o vendiendo a empresas extranjeras. En general, se perdió visión de largo plazo, no hubo I+D, bajó la productividad, no se anticiparon los nuevos escenarios y algo de desborde hubo: codicia por la plata dulce y en algunos casos feos espectáculos.

Por supuesto, también existe una camada de jóvenes emprendedores que no conoce otras reglas del juego que las actuales y que se mueve naturalmente en este mundo más complejo y con más restricciones. Pero sus resultados todavía requieren de años para generar un impacto relevante en la economía. El país hoy depende en gran parte de lo que hagan aquellos que generaron riqueza a partir de los ochenta. Estos son los que pueden mover la aguja.

Hemos llegado a un momento de desconfianza tal que ni siquiera basta querer hacer “las cosas bien”. Es impresionante el ambiente anti-anti. Cualquier iniciativa de negocios genera cuestionamientos. Hoy, aunque quieras hacer el mejor proyecto, con los más altos estándares y con una alta rentabilidad social, su puesta en marcha no está asegurada.

Sin duda se vive un momento controversial. Los servicios y los que tienen que entregar permisos se inhiben, los vecinos no escuchan razones, los representantes de los intereses sociales no cuentan con credibilidad y las empresas solo saben que tienen que hacer las cosas de una manera distinta. Pero no se avanza. Es un escenario de antagonismo exacerbado.

Paradojalmente, es posible que hoy las empresas estén desarrollando iniciativas que respondan mejor que nunca a los intereses de los consumidores o de las comunidades. La gran mayoría de los que hoy tienen la decisión de ir adelante con un proyecto de inversión está dispuesta a someterse a las “nuevas reglas”, entiende que ya no se pueden realizar “como antes”. Lo que hace dos décadas era presentable, ahora ya no lo es.

Por el contrario, los que siguen pontificando lo que logran es empujarnos al pantano. No es el momento de reverenciar a los empresarios, pero las autoridades tienen que abrir procesos transparentes para facilitar consensos y acuerdos y promover nuevos modos de colaboración pública-privada. Los que crean empresa deben intentar salir del foco de atención, volver a hacerse invisibles, pasar desapercibidos, hacer lo que saben hacer, y darle valor a la vida en común. De ese modo, la gente puede volver a su cotidiano sin pensar que hay alguien preparando un plan para enriquecerse a costa de ellos. •••

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