Resulta curioso que algunos miembros de partidos políticos vean el plebiscito como una salida al problema de la educación, cuando más bien se trata de hacer ajeno –o de socializar- el fracaso propio. Síntomas de una patología grave, pero pasajera.


No debemos confundirnos: el plebiscito mismo no es una enfermedad. Es un mecanismo que necesitamos para situaciones extremas o infecciones muy focalizadas. Pero el abuso de ellos produce plebiscitis, que no es más que la inflamación colectiva de un instrumento que no tiene por objeto solucionar problemas sociales mediante consultas populares.

La evidencia es bastante contundente. El plebiscito afecta a la capacidad de los funcionarios electos democráticamente de fijar la agenda, y a la posibilidad de que los representantes, al consensuar e intercambiar votos, generen soluciones con pocos perdedores. Además, su naturaleza de “todo o nada” impide llegar a acuerdos, distorsionando las preferencias políticas de los ciudadanos, ya que al votar a favor o en contra no existe posibilidad de consensos debido al excesivo extremismo de los petitorios, cuando el ciudadano tienda a ser más moderado en sus decisiones. Otro punto es que al votar por políticas públicas específicas en cada plebiscito, los ciudadanos no enfocan su preferencia en otros grandes temas a nivel de país, tomando decisiones contradictorias y sin una línea establecida.

En cambio, una democracia representativa –como la nuestra– se enfoca en el uso de la decisión política para elegir a sus representantes, y que sean éstos los que atiendan temas específicos con una visión global. Así, los ciudadanos no sólo expresan su opinión acerca de lo que quieren, sino de lo que quieren más (lo que se denomina intensidad de las preferencias). Si bien los plebiscitos transmiten el mensaje ciudadano en forma más directa, al impedirse el reflejo de las intensidades de los ciudadanos se termina transmitiendo un mensaje más radicalizado de lo que realmente piensan, sobre-representando posiciones más extremistas. En California, el plebiscito es el paraíso de los grupos de interés y de los lobbistas, quienes buscan capturar el proceso de redacción de las consultas mediante preguntas difíciles y engorrosas, eliminando la responsabilidad de las autoridades electas y dispersándola en los electores. Esto ha generado un déficit financiero que tiene a dicho estado a un paso de la quiebra.

Surgen otros problemas acerca de los cuales varios han llamado la atención: quién convocará a plebiscitos; quién redactará las preguntas; cómo decidir las materias que pueden ser objeto de consulta; etc. Es por ello que el uso indiscriminado de esa institución en una democracia representativa suele estar asociado a gobiernos de corte autoritario, populista o francamente dictatoriales.

Por esa razón, nuestra Constitución –con mucho realismo– le pone un marco muy claro a estos instrumentos, en la lógica de que son un mecanismo de ultima ratio (en una disyuntiva legal entre el congreso y el presidente sobre una reforma constitucional, por ejemplo) o para situaciones en que se afecta a una comunidad específica y acotada, como en el caso de los plebiscitos comunales.

Lo anterior responde a que en una democracia representativa constituyen una manera muy atrayente de hacer demagogia, al otorgar poder a las mayorías circunstanciales o a los grupos de interés que desplieguen mayor ruido en un momento determinado. Pareciera que a veces lo que importa sólo es la cantidad, como si esto fuera una manifestación de fuerza: 10 mil paraguas por la educación; 100 mil tambores por la educación, etc. En realidad sabemos que esto –más allá de la convocatoria– no resuelve absolutamente nada. Toda la voluntad y el griterío de los grupos son inútiles sin un cauce institucional que materialice esas aspiraciones.

Uno podrá elegir al médico especialista; le contaremos sobre nuestros dolores y achaques, pero no es menester del paciente recetar el medicamento, ni imponerle el tratamiento al doctor. Por algo éste es el experto; si no nos gusta o no se mejora el enfermo, podremos cambiarlo luego de cumplir su tratamiento, pero nunca podremos decirle cómo debe hacer las cosas, ni menos auto-medicarnos frente a enfermedades graves. Del mismo modo, las políticas públicas son tarea de autoridades, expertos políticos y técnicos, no de las masas; ni menos, de los grupos de interés. Estos podrán elegirlos, cambiarlos, plantear sus problemas, pero no necesariamente sus soluciones. Para eso es que precisamente eligieron a sus gobernantes: para que aplicaran su receta a los males que aquejan a la sociedad. Por esa razón es clave que el médico de cabecera lea bien los síntomas, escuche al paciente; pero que sea él –y no el enfermo– el que disponga el tratamiento efectivo y la receta correcta.

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