Doctor en Ciencia Política.
Director Ejecutivo De Plural.

Existe un popular spot publicitario de una empresa que vende clases de inglés. Es una parodia de una famosa campaña de Calvin Klein que repite y repite, con un acen­to exagerado, la palabra en inglés, persuasion.

El inglés de la Presidenta Michelle Bache­let es bueno, pero su política se benefi ciaríacon que alguien le repitiera la palabra. Es una de las cosas que más extrañan de su Gobierno. Dada la magnitud e importancia de la agenda de re­formas que se quieren impulsar, el Gobierno no ha hecho grandes esfuerzos para conven­cer al público de las bondades de las mismas. Personalmente la Presidenta ha tenido un rol bastante menor, dejando los espacios para que sus coroneles (Eyzaguirre y Penailillo) traten de persuadir. Pero incluso ahí, las apariciones en la prensa han tenido un tono más de justifi ­cación que de persuasión.

Hay dos razones para aquello, una coyun­tural, casi anecdótica, y una estructural. Co­yunturalmente, el Gobierno tuvo una mala ex­periencia con el famoso video que publicó para intentar comunicar los beneficios de la reforma tributaria. El video estuvo mal hecho, con un mensaje que apelaba al conflicto de clases. Algo más exitoso ha sido el uso de las cuentas gu­bernamentales en redes sociales, publicando infografías claras con mensajes simples.

Pero lo más complejo es en el plano es­tructural.

Hace medio siglo, el académico de Har­vard Richard Neustadt se hizo famoso por la frase: “El poder de la presidencia es el poder para persuadir”. Lo que hoy nos parece casi una obviedad era bastante revolucionario a comienzos del siglo XX, antes de que el uso de la radio le permitiera a los líderes llegar di­rectamente a los livings de sus electores.  Antes de que Arturo Alessandri Palma se dirigiera al país por radio, la gran mayoría de los chile-nos no había escuchado la voz del Presidente. Theodore Roosevelt, quien impulsó una im­portante agenda de reformas, reconoció que una de las principales herramientas para lograr promover los cambios propuestos era que la presidencia le ofrecía un “bullypulpit” , un púl­pito extraordinario para apelar personalmente a la ciudadanía.

Es la lógica que está detrás de las cadenas nacionales y los discursos del 21 de mayo. En momentos de crisis, las y los presidentes (y otros líderes) pueden, a través del poder de la palabra, definir el momento (las “grandes alamedas” de Allende, la “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor” de Churchill), apaciguar tensiones (como hizo Robert Kennedy des­pués del asesinato de Martin Luther King), o comunicar lo que muchos piensan (el llamado de Reagan a Gorbachov de derrumbar el muro de Berlín). Después de que en 1995 un racista bombardeara un edifi cio federal ubicado en la ciudad de Oklahoma, el discurso del Pre­sidente Bill Clinton no solamente transmitió empatía y tristeza, sino que logró revertir el apoyo político que había logrado el Partido Republicano, vinculando el ánimo divisivo de ese partido con la polarización política que tuvo su máxima expresión en Oklahoma, don-de fallecieron 168 personas.

Para persuadir, sin embargo, se comienza por reconocer la necesidad de persuadir. En otras palabras, aceptar que hay un público que requiere persuasión. Aquí, el Gobierno ha te­nido una conducta extraña. Por un lado, se ha enfatizado la importancia que tienen las refor­mas tributaria y de educación para el futuro bienestar del país. Se han hecho videos y se ha desplegado el gabinete en foros empresariales y programas dominicales. Explican, justifi can y repiten que se está implementando lo que se publicó en el programa de gobierno. Que están respondiendo a las demandas de los mo­vimientos sociales. Que Chile vive el fin de un ciclo. Pero como demuestran las últimas en-cuestas, no persuaden. De hecho, hoy menos gente apoya las reformas que hace unos meses.

Si bien la persuasión es una táctica, la falta de la misma es ideológica. Existe la certeza de que las demandas que en los últimos años han emanado desde la calle, son fi el refl ejo de la opinión pública. Hay algo de satisfacción (y culpa) en que los cambios solicitados refl e­jan, en mayor o menor grado, reformas que a la generación anterior le hubiera gustado hacer, pero no pudo. Y, por cierto, el Gobier­no ha sido bastante explícito en la convicción de que las mayorías electorales entregan un mandato para la implementación de un plan de gobierno. La combinación de estas tres dimensiones es fatal. No es que no existan buenos argumentos para apoyar la agenda de la Nueva Mayoría; es que no ven la necesidad de dar el argumento. Ser dueños de la verdad no permite la posibilidad de estar equivocado ni deja espacio para la persuasión, y con eso la presidencia ha dejado de lado uno de sus activos más importantes.

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