Se han dado distintas razones para elaborar una nueva Constitución. Una razón recurrente es la ilegitimidad de origen de la actual Carta Magna, promovida por la dictadura de Pinochet y aprobada en un referéndum con escasas garantías democráticas. Aunque es una razón poderosa, no conviene ponerle todas las fichas a ese argumento: las constituciones suelen emanar de procesos de crisis institucional, y muchas veces reflejan el orden de los vencedores. Quedarían pocas constituciones legítimas en el mundo si atendiéramos únicamente a sus condiciones de origen. La mayoría se va legitimando a través del ejercicio político, tal como ocurrió en Chile en las últimas décadas. Lo contrario nos lleva a afirmar que todo lo que pasó desde los setenta queda invalidado, desacreditando los esfuerzos de la generación que recuperó la democracia y corrigió los aspectos más autoritarios de la constitución de Pinochet. El argumento de la ilegitimidad de origen, además, está siendo utilizado por la derecha dura para rechazar en el plebiscito de abril, apuntando a la violencia callejera que presionó el acuerdo constituyente del Congreso.

La segunda razón que se cita para elaborar una nueva constitución no tiene que ver con su origen sino con su contenido. Aunque en este caso calzan (origen autoritario y contenido neoliberal, sea lo que eso signifique), ambos elementos son analíticamente independientes. De hecho, la nueva constitución podría resultar igual de neoliberal si así lo acuerdan los 2/3 de la Convención Constituyente. Es un escenario improbable, pero atender a esa posibilidad ilumina el problema del argumento: apostar todo al contenido sustantivo nos obliga a disputar la legitimidad del resultado del proceso constituyente si sus resultados no nos satisfacen ideológicamente. Como se advierte, no es una posición muy democrática.

Pero hay una tercera razón, que no descansa ni en el origen ni en el contenido, y que, por lo mismo, puede ser más transversal. Es el argumento de la oportunidad. Desde hace un tiempo, se advierte en Chile una profunda desafección entre la ciudadanía y sus instituciones políticas, que coincide con el ascenso de una nueva generación postdictadura en el debate público. Este es, entonces, el momento propicio para redibujar la arquitectura del poder. En el mejor de los casos, este nuevo texto sería capaz de producir lo que algunos llaman “patriotismo constitucional”, esto es, una cierta identificación con los valores sustantivos y procedimentales que allí se expresan, con las reglas del juego democrático y las instituciones que lo encarnan. En ese sentido, que el quórum para alcanzar acuerdos sea alto es positivo: anticipa que será una constitución donde estarán plasmados los mínimos comunes de la convivencia política, y aleja el riesgo de un texto que represente la victoria ideológica de un sector sobre otro -como lo fue la Constitución de 1980.

En principio, el argumento de la oportunidad tiene la capacidad de motivar a todos los sectores, en tanto constituye una invitación sin exclusiones a participar de un momento histórico de redefinición institucional que, eventualmente, generará las condiciones discursivas y los mecanismos normativos para un país más justo. No es necesario caer en ningún tipo de fetichismo constitucional para abrazar este argumento. La Constitución no hace magia. Pero un buen proceso constituyente tiene un potencial legitimador que vale la pena explorar.

Ahora bien, no todos creen que sería un buen procedimiento. Mucha gente, tanto en el centro como en la derecha, tenía pensado votar afirmativamente en abril, y ha cambiado de opinión en las últimas semanas ante lo que percibe como un ánimo matonesco de la izquierda. La agresión al diputado Boric, el saboteo violento de la PSU y otras tantas expresiones de la cultura de la funa que han desplegado ciertos grupos serían testimonio de ese ánimo. ¿Cómo embarcarse en un proceso constituyente, donde los temas son emocional e ideológicamente cargados, si vamos a usar cada discrepancia para dividir el mundo entre buenos y malos, entre espíritus puros y almas corruptas, entre justicieros con derecho a todo y victimarios sin derecho a nada? Este es un miedo genuino que los partidarios del proceso constituyente debemos abordar. Porque no da lo mismo ganar en abril con una mayoría holgada y transversal, que hacerlo en el margen. Y porque el triunfo tampoco está garantizado; en una de esas, la opción del rechazo puede dar la sorpresa como lo hizo el Brexit o la elección de Trump.

Por esto, el argumento de la oportunidad se juega su validez en la práctica política de los actores. Es crucial que, de lado y lado, existan dirigentes y movimientos dispuestos a construir puentes de entendimiento y confianza cívica básica para aventurarse juntos en un delicado proceso de redistribución del poder. Sin abandonar la representación de sus perspectivas doctrinarias, estos actores deben explicitar a sus bases que la democracia lleva implícita la posibilidad de pérdida y cesión. Deben ejercitar el tendón de la discrepancia razonada para que tenga la flexibilidad suficiente de procesar los desacuerdos en forma civilizada. Tenemos pocos meses para construir esos puentes, educar la frustración y ejercitar ese tendón. Tenemos pocos meses para generar una auténtica cultura democrática que en los últimos meses se ha visto algo extraviada. 

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