Y… ¡acción!:
Hay al menos dos puntos en que la izquierda fue particularmente exitosa. El primero consistió en poner un dique histórico sobre el 11 de septiembre de 1973, como una suerte de divisoria de aguas, como si antes de esa fecha sólo existiera una proto historia, asimilable más a la arqueología, donde el golpe militar es una suerte de big bang antes de lo cual no hay nada, o a lo menos nada que deba recordarse para el presente. En lo anterior, la derecha fue especialmente contributiva al comprar esta tesis y discutir permanentemente estos temas en territorio del adversario.

El segundo punto, se refiere a atribuirse de manera exclusiva y excluyente lo que denominan la “reconquista de la democracia”. Ello resulta contradictorio con lo que perseguían sus defensores, toda vez que la derrota de Pinochet en el plebiscito… fue prevista por el mismo plebiscito diseñado muchísimos años antes por el propio general en un itinerario cumplido al pie de letra. Desde ese punto de vista, la autoría del retorno de la democracia es, a lo menos, una obra colectiva.

¿Fue el momento “fundacional” el golpe de 1973 o fue más bien el resultado del plebiscito de 1988? Ni lo uno ni lo otro. Nos atrevemos a plantear aquí algo que no parece descabellado: el momento fundacional más preeminente del Chile contemporáneo es la Constitución de 1980, verdadero guión original y silencioso de la película en cuestión. No nos referimos al 11 de marzo de 1981 (fecha en que la Carta Fundamental comenzó a regir) sino a ese continuo de prueba y error –con muchísimos más éxitos que fracasos– a lo largo de estos 33 años de Constitución Política.

¿Y que tiene esto de fundacional? Veamos el reparto:
-Reconocer que la persona está por sobre el Estado, algo disputado y controvertido en una época de socialismos totalitarios, y nunca afirmado por constituciones anteriores.

-Que las personas nazcan libres e iguales (en ese orden) en dignidad y derechos fundamentales (no accidentales).

-Su capacidad de asociarse de la manera que mejor les parezca para alcanzar los fines que estimen convenientes, sin más limitaciones que las contempladas por la ley; y con el Estado respetando esta libertad, en algo que algunos incluso les incomoda llamar por su nombre: subsidariedad.

-Que la soberanía y el Poder del Estado estén verdaderamente limitadas por el Derecho, donde afortunadamente tenemos un gobierno de leyes y no de hombres.
La lista podría ser interminable: la familia como núcleo central de la sociedad; la libertad de expresión, el derecho de propiedad, la igualdad ante la ley; todo amparado por un mecanismo concreto y realista como el recurso de protección; el brillante juego de pesos y contrapesos entre los distintos poderes del Estado, etc.

Todo lo anterior perfeccionado en consensos lentos pero sólidos que fueron removiendo instituciones que devinieron en innecesarias (como los senadores designados) y sumaron otras tantas (como el principio de transparencia o la consolidación del Tribunal Constitucional como intérprete final de la Carta Fundamental).

Ese es el Chile de hoy, basado –más que en un “modelo” constructivista– en un reconocimiento honesto de lo que es la naturaleza humana, con todos sus defectos, pero también con sus grandezas. Es una apuesta por la persona, que todos los gobiernos, sin excepción, a partir de 1980 han hecho suya, procurando hacer los ajustes que estimaron pertinentes en su momento.

Dejémonos de sinsentidos: Chile es actualmente un país infinitamente superior al que conocieron todas las generaciones anteriores de chilenos, en términos absolutos y comparativos, y buena cuota de eso está inmerso en nuestro diseño institucional consagrado en la Constitución. Claro que existen problemas y desafíos, ¡qué nación desarrollada o “feliz” no los tiene! Pero afirmar lo contrario sería pasarse una película que probablemente no esté nominada a ningún premio.

No vaya a ser que NO gane el Oscar por su guión original.
¡Corte! Se imprime.

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