El lenguaje nos permite, desde tiempos inmemoriales, construir identidad y transformar la realidad. Para tejer una conversación, comúnmente usamos una vieja y humana costumbre, a saber, poner nombre a las cosas, instituciones y personas. El bautizo es lingüísticamente, un momento cultural, en el que aparece una identidad con capacidad de transformación permanente. Cuando bautizamos los hijos, sabemos que tienen algo de nosotros, pero que paulatinamente irán creciendo a veces, con tal libertad que pueden independizarse del nombre y en un acto de rebeldía, modificarlo. Para bautizar a la Concertación, se invitó a un líder de fuste, quien dejo caer un agua mágica sobre la nueva criatura política. Llegaron multitudes de diversos colores, perfumes y formas de hablar. Se celebró su llegada con vítores y buenos augurios. La algarabía duro la increíble cantidad de 20 años. La Concertación ha crecido, ha hecho de lo bueno y de lo malo; sin embargo, sus amigotes le siguen diciendo lo hermosa que es. La realidad, sin embargo es otra. La adolescencia de la Concertación, el divorcio de sus padres, han llevado a que su nombre pierda entusiasmo y día a día pierdan valor en el mercado de las adhesiones políticas. La última encuesta CEP ha llevado a que le aconsejen un cambio de look, una liposucción cultural o un transplante de corazón. Hay algo en el nombre que no está resultando. Por mas que se afane, ya no puede interpretar a quienes dejaron de quererla. Lo cierto es que si desea volver a aquello que la llevó a la gloria, viaje épico y peligroso, deberá enfrentarse con su Padre y decirle que comenzará por primera vez a recorrer Chile sin escolta. En ese caminar, se dará cuenta de que la gente ya le puso otro nombre. Es el nuevo bautizo que Chile está esperando.

  • 25 Enero, 2011

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