Doctor en Ciencia Política, director ejecutivo de plural

Caminando por las calles de Nueva York uno entiende la frustración de la presidenta. Debe haber días que se arrepiente de haber dejado un cargo que le abrió las puertas al mundo, la ubicó en el centro de la diplomacia internacional, le permitió concentrarse en un tema que claramente le apasiona, le ofreció estímulo cultural y le permitió caminar anónimamente en las siempre fascinantes avenidas de Manhattan.

Dejó todo eso para garantizarle un triunfo a una flamante nueva coalición, realizar cambios profundos a una sociedad que consideraba estancada, e intentar, en el proceso, evitar que el descontento social llevara a un descarrilamiento institucional. Pero a fines de marzo del 2013, aterrizó en un país que había cambiado, y que desde entonces ha seguido cambiando. La ex presidenta no reconocía el comportamiento ni de sus partidos, ni del sector privado, ni si quiera de sus familiares. Los primeros años de su segundo mandato la han obligado a navegar esas turbulentas aguas, y se ha visto salpicada una y otra vez.

Hasta que decidió dar una señal y decir “¡basta!”.

Sin duda se equivocó. Dejando de lado los pormenores legales, la señal de una presidenta querellándose en contra de la prensa y pidiendo una pena de cárcel para los periodistas involucrados se ve mal. Muy mal. Tan mal que la ONG Human Rights Watch, que amonesta regímenes como el de Maduro, la ha criticado. La Sociedad Interamericana de Prensa y la directora del Instituto Nacional de DD.HH. también han manifestado su preocupación. Para el colmo, la ciudadana Bachelet cita a sus ministros como testigos, sin haberles avisado.

En estricto rigor, el hecho de que Bachelet haya metido la pata no significa, necesariamente, que Qué Pasa esté en lo correcto, tal como lo ha reconocido en su declaración de disculpas. No obstante, una vez presentada la querella, Qué Pasa publicó una segunda declaración, defendiendo la libertad de expresión, y sosteniendo que “sólo se reprodujeron los dichos de una persona imputada en el denominado Caso Caval, que fueron obtenidos en una intervención telefónica autorizada por el juez de la causa. Estos antecedentes no estaban amparados por ninguna clase de secreto”.

¿Constituye lo anterior justificación suficiente?

Desde que la prensa se estableció como el cuarto poder, en el siglo XVIII, se han debatido cuestiones de ética periodística. Los temas son muchos y variados. ¿Cuán objetivo puede ser un medio? ¿Tiene el público el derecho de saber todo, siempre? ¿La libertad de la prensa es infinita o tiene ciertos límites, como otras libertades? ¿Dónde está la verdad?

La principal defensa en contra de una acusación de injuria es que se está informando la verdad. Por el momento, en este caso, eso no está claro.

Hace rato que Chile ha entrado en un período similar a lo que se vivió en los EE.UU. a fines del siglo XIX y principios del XX, cuando los excesos de grandes monopolios, la increíble riqueza de unos pocos, la poca protección de los consumidores, resultaron en un movimiento por limitar el poder del mercado. En esos años, el 1% más rico ganaba un 18% de la riqueza total (hoy la situación es peor: controlan casi el 25% del total). Surgió una tendencia llamada “progresista” y, de hecho, los gringos llaman ese período la “Era Progresista”, cuyo principal representante fue Theodore Roosevelt.

En aquellos años, el papel de la prensa fue clave. El periodismo de investigación y los así llamado “Muckrakers” (nombre puesto por Roosevelt a estos reporteros debido a su obsesión por investigar la parte más sucia de la sociedad) destaparon casos de corrupción, monopolios, abuso laboral y trabajo infantil. Luego de trabajar encubierto en una planta procesadora de carne en Chicago, el periodista Upton Sinclair publicó una novela en que describió las faltas sanitarias en dicha industria. A pesar de que Roosevelt consideraba a Sinclair un socialista, la reacción del público (el consumo de carne cayó por la mitad) obligó al presidente a establecer mayor regulaciones, que dos décadas más tarde llevarían al establecimiento de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por su sigla en inglés).

En Chile vivimos algo parecido. Grandes fortunas, la desigualdad (el 1% más rico controla el 30% de la riqueza) y la falta de regulación son todas condiciones que conocemos. Bajo la presión social y luego de años de cierta somnolencia, la prensa está intentando ponerse al día e informar, y el Estado, por su parte, busca reaccionar y dar una respuesta. El panorama ha cambiado y es vital adaptarse. Los líderes, a regañadientes, harán lo mismo. •••

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