El país se moviliza. Universitarios, escolares, ecologistas, trabajadores, profesores, transportistas, funcionarios públicos, pescadores. Hay marchas pacíficas y festivas, hay otras que derivan en desmanes. Hay manifestaciones persistentes, hay otras que así como llegan, se acaban. En ellas hay liderazgos políticos –los menos— y hay liderazgos sociales. ¿De dónde viene esta explosión de ciudadanía?

Como en todo fenómeno social, las causas son muchas; algunas directas y otras indirectas, unas mediatas y otras inmediatas. Lo más evidente es la irrupción de una nueva ciudadanía, más educada, más empoderada, más exigente y más conectada. Si la revista Time eligió al manifestante como personaje del año 2011 (y Camila Vallejo se erigió como lideresa mundial), es porque en todo el mundo se aprecia que la docilidad de las generaciones post baby-boom –la generación del egoísmo, la generación que dejó atrás la revolución y el hippismo– es cosa del pasado. La actual generación Y, principal motor de las movilizaciones, es esencialmente iconoclasta y descreída. Y aunque le cuesta admitirlo, es una generación de ideales comunitarios, pero de práctica individual. Ese contexto global se ve en los “indignados” de España, en los “occupy” de Wall Street y en la primavera árabe. Hace pocos años estuvo tras las protestas en los suburbios de Londres y París, y desde comienzos de siglo, también en el movimiento antiglobalización. Era cosa de tiempo que aquella ola llegara también a Chile.
Esta es también la primera generación que posee comunicación instantánea. La revolución de las redes sociales (crecientemente instaladas en el teléfono celular de las personas) hace posible la comunicación inmediata en todo momento y lugar. Si los jóvenes ochenteros pasaban noches enteras reproduciendo unos pocos cientos de panfletos de protesta en un mimeógrafo, hoy eso toma un simple forward, un sugerente retweet o un coqueto like. Las redes sociales han tenido dos efectos cruciales a la hora de la movilización: por un lado, han reducido a cero el costo de convocar. Por otro, han logrado superar la barrera del medio de comunicación tradicional. La prensa escrita y su tiraje de 300 mil o 400 mil ejemplares se hacen nada frente a un buen meme (contenidos que se transforman en fenómenos en la red).
Pero hay más. En Chile, esta es la generación de la post-transición. Ya no hay traumas. No hay democracia que cuidar, porque la democracia –o los políticos, más bien– han demostrado que saben cuidarse solos muy bien. 20 años de cuidada transición terminó por exasperar hasta al más paciente. Y terminó por debilitar, también, los vínculos del mundo político con el mundo social.
También hay causas coyunturales, y en Chile eso se llama gobierno de alternancia. La derecha asumió el poder sin la experiencia ni el personal que se requería para hacerse cargo de la conducción del país. Ha habido extrema impericia por parte de las autoridades regionales y nacionales para atender cada uno de estos episodios. La anticipación de conflictos, los tiempos para la negociación, los momentos del diálogo, las muestras de confianza, son algo que no estaba en la mente de los políticos-gerentes de la nueva forma de gobernar. El difícil pero necesario equilibrio entre autoridad y diálogo, entre orden público y libertad de expresión, es algo que las actuales autoridades todavía no aprenden. Y menos ahora que el orden público parece erigirse como base del nuevo relato del gobierno para recuperar adhesión.
Entonces, las causas son diversas –y seguramente faltan varias en este breve recuento–. Pero hay un problema común que no siempre se aborda, que se refiere a cómo se canaliza toda esta fuerza. Porque en una democracia sana y madura, el conflicto forma parte de la esencia del sistema. El principal error del actual gobierno fue pensar que Chile entero estaba feliz con el rumbo elegido. Al contrario; hay posturas diversas, visiones contradictorias, y si en Chile hubo relativa paz social en las últimas dos décadas, se trató de algo excepcional. Una suerte de pacto social que lentamente se agotó. En otras palabras: la nueva paz social no se trata de que no existan manifestaciones ciudadanas; se trata de saber cómo procesarlas.
Y en ese sentido, Chile está en enorme debe. ¿Qué habría pasado –sólo por colocar un ejemplo– si existiese un intendente elegido en Aysén y la ciudadanía, previa recolección de firmas y referendum, pudiera revocar su mandato? Gran parte de la sana energía ciudadana que se ve por estos días estaría inmersa en aquella salida institucional. ¿Por qué no revisar a fondo la estructura de la regionalización en nuestro país? ¿Por qué no pensar en recursos, tributos, gobiernos elegidos, asambleas regionales, en fin, mayor poder para las regiones? Porque, en gran medida, eso afecta al poder político actual, de todos los colores. ¿Y quién elige a esos señores? Todos nosotros, con un perverso y poco competitivo sistema electoral.
En definitiva, las causas de la movilización pueden ser muchas, pero es un hecho que los caminos institucionales para una política de nueva generación están completamente trabados. Es hora de atreverse con reformas políticas de fondo para una nueva ciudadanía.

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