Doctor en Ciencia Política, académico de la Universidad de Chile

Si la década de los sesenta es recordada por la paz y el amor de los hippies, 1968 fue su apogeo. Año en que asesinan a Bobby Kennedy y Martin Luther King, lo que inspiró semanas de violencia y destrucción en las principales ciudades de Estados Unidos, en que los soviéticos aplastaron los primeros intentos de liberalizar Checoslovaquia, y en que el ejército mexicano masacró estudiantes pocos días antes de los Juegos Olímpicos. La guerra en Vietnam se encontraba en su etapa más sangrienta.

Un 2 de mayo, hace cincuenta años, la administración de la Universidad de Nanterre en París, después de meses de conflicto con los alumnos, decidió cerrar. Lo que comenzó con unos pocos, incluyendo a Daniel “el Rojo” Cohn-Bendit, se convirtió en un hito en la historia política y social del Occidente.

Sin duda que mayo del 68 nos legó algo, pero ¿qué? Sartre, un sexagenario que vio en los estudiantes lo que su generación nunca pudo lograr, dedicó el resto de su vida a contemplar la pregunta. Mientras Raymond Aron lo calificó como “un delirium verbal sin víctimas”. Para los estudiantes mismos, era “mejor estar equivocado con Sartre que correcto con Aron”.

En una dimensión, sin embargo, Sartre no se equivocó. Más allá de cualquier ideología, su existencialismo convenció a los estudiantes de su propio poder, el poder de la agencia. El hombre existe y se define después, escribió Sartre. Los estudiantes de París no permitirían que ni Dios, ni la universidad, ni sus padres, ni su gobierno, ni su clase social los definieran. Si querían cambiar el mundo, eran ellos los que lo tendrían que hacer. El sueño americano con sabor a Gauloises y café au lait.

Hasta ahí todo bien. Pero en el contexto de la Guerra Fría todo asumía un significado adicional, ideológico y geopolítico. El presidente De Gaulle vio en las protestas la mano oscura del comunismo, aunque el PC francés tampoco supo cómo manejarlo. Cuando el presidente les pidió garantías de apoyo a los militares, le sugirieron que detuviera a Sartre. “Uno no detiene a Voltaire”, contestó De Gaulle. Curiosamente, los soviéticos serían víctimas del mismo fervor que desconcertó a De Gaulle. El espíritu de agencia había llegado a Praga. En agosto, Brezhnev decidió terminar con eso y mandó tanques.
Pero si la mayoría de los revolucionarios del 68 estuvieron inspirados por Marx y Freud, el héroe de muchos no era ni Lennon ni Lenin, sino que Mao. Como tal, asumieron posturas bastante violentas, como política de choque o desde la convicción. Foucault hablaba de la necesidad de tener una justicia popular, para contrarrestar el poder de los tribunales.

Mayo del 68 plantó algunas semillas de liberación, en lo político, filosófico y sexual. Como toda revolución, sin embargo, sin un plan concreto para reemplazar los muros que habían derrumbado, los estudiantes abrieron espacios para la violencia real e intelectual. Del grupo La Vielle Trope, por ejemplo, surge una línea antisemita marcada, que en pos de derribar cualquier posible contribución del Occidente imperialista a la derrota del fascismo, termina culpando a los judíos por el Holocausto, o, eventualmente, a través de Pierre Guillaume y Robert Faurisson, negándolo de frentón. Sería el comienzo de un marcado giro en la extrema izquierda que la llevaría a apoyar a grupos terroristas en los 70, y cuyos efectos en la política del Medio Oriente continúan hasta la fecha.

Pero otro efecto casi inmediato de mayo del 68 fue la reacción. De Gaulle, viéndose obligado a dar una señal, llama a elecciones parlamentarias. Su partido gana 111 escaños, llegando a 354 en la Asamblea Nacional y atrayendo casi el 50% del voto popular. El año siguiente el gaulista Georges Pompidou, con casi 60% de los votos, llegaría a la presidencia. El mismo año, Richard Nixon entraría a la Casa Blanca, comenzando un período de dominación republicana en la presidencia de Estados Unidos que duraría, casi sin interrupción, hasta 1992. Tanto él como De Gaulle hablaban de una “mayoría silenciosa”, que estaba cansada del revoltijo e incertidumbre. No mucho tiempo después, la reacción llegaría también a Chile, con consecuencias trágicas de las cuales aún no nos recuperamos. La trayectoria histórica parecía haberse estancado, incluso tal vez vuelto hacia atrás.

Quizás, la gran ironía es esa. Mientras Voltaire y Marx tenían una visión lineal de la historia, sus seguidores en La Sorbona, hace medio siglo, impulsaron una gran reacción, apoyando así una visión más cíclica y maquiavélica del paso del tiempo. “Todas íbamos a ser reinas”, dijo Mistral, pero “siendo grandes nuestros reinos, llegaremos todas al mar.”

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