Por Juan Luis Ossa

Director del Centro de Estudios de Historia Política
Universidad Adolfo Ibáñez

Uno de los consejos más apreciados que recibí de mi supervisor de tesis doctoral en la Universidad de Oxford dice relación con los métodos utilizados por los historiadores cuando construyen frases y argumentos. Al no tener un vocabulario o una narrativa disciplinar, los historiadores se ven muchas veces compelidos a tomar prestado conceptos e ideas de otras áreas del conocimiento. Que no contemos con un corpus narrativo propio no es, sin embargo, sinónimo de pobreza conceptual. Por el contrario, al ser más libre y menos estructurada, la narrativa histórica suele cuestionar lo que generalmente no se pone en duda; y esto lo hace sobre todo mediante una palabra que oí una y otra vez durante mi paso por Inglaterra: el matiz (“matizar, matizar”, me decía mi supervisor en su perfecto castellano).
El matiz es una condición indispensable en cualquier análisis histórico que intente comprender un fenómeno político de larga duración. En el caso de Chile, y aprovechando la bacanal de proyectos y análisis politológicos sobre el futuro de la derecha, me parece que una forma de abordar de forma matizada de dónde viene y hacia dónde va el conglomerado actual de gobierno es utilizando el plural (por supuesto, al escribir estas líneas ya formo parte de dicha bacanal). A diferencia de otras disciplinas, la historia generalmente habla de “derechas”, “elites”, “identidades”, “modernidades”, un ejercicio que ayuda a dar dinamismo a los intereses y objetivos de los proyectos políticos en pugna. La derecha chilena nunca ha sido ni nunca será unívoca, toda vez que sus adherentes provienen de diversas corrientes políticas e ideológicas. El no comprender esto ha dado pie a que la derecha viva desde hace décadas como pegada con engrudo. De otra forma, no se explica por qué y cómo la UDI y RN, siendo desde sus orígenes partidos abiertamente rivales, enfrentaron juntos a la Concertación desde 1989 hasta la última elección presidencial.
A pesar de unirse en 1966 en el Partido Nacional, los Partidos Conservador y Liberal chilenos nunca adhirieron a los mismos principios. Si uno era el guardián de los valores cristianos, el otro era más abierto y pluralista. Si uno aceptó sólo a regañadientes la separación de la Iglesia y el Estado en 1925, el otro fue un luchador incansable de aquel quiebre. Si uno era más libremercadista (entendido éste según la economía política del siglo XIX), el otro solía tener, paradójicamente, posiciones más estatistas (siempre independiente, Jorge Alessandri fue, no obstante, un convencido estatista hasta bien entrado los sesenta). Sólo el temor a lo que sus miembros denominaban el “cáncer marxista” hizo que ambas colectividades se unieran en el Partido Nacional, un híbrido que, precisamente por juntar peras con manzanas, nunca tuvo una posición ideológica clara.
La dictadura militar vino a confundir aún más las cosas. Al gremialismo de Jaime Guzmán se unió el economicismo de Chicago, pero también la derecha agraria de Sergio Onofre Jarpa y el liberalismo de Pedro Ibáñez Ojeda. Juntos lograron mantenerse en el poder durante los setenta y ochenta; pero juntos también vieron una vez más surgir las diferencias estructurales que explican la situación actual.
¿En qué consiste esta situación? ¿Tiene arreglo? En cuanto a lo primero, baste señalar que la situación actual es el resultado de la obsecuencia de los líderes de derecha al creer que la búsqueda del poder justifica la renuncia de los principios. A estas alturas, a nadie debería sorprenderle que las “almas de la derecha” hayan terminado a combos y patadas luego de la derrota de noviembre/diciembre. Más sorprendente es que todavía persista la ilusión de que el “miedo” a Bachelet basta y sobra para conformar una coalición disciplinada. En cuanto a lo segundo, el único arreglo que veo posible es que se sinceren las posturas y que los miembros de ambos partidos estén dispuestos a reinventarse y aceptar, de una vez por todas, que son distintos. Esto no es un llamado al desbande partidista; estoy convencido, en efecto, que la institucionalidad partidista es el único antídoto ante el populismo. Simplemente, es un llamado a los políticos a ser honestos con los principios al cual dicen adherir.
No existe, como vemos, una derecha chilena, sino muchas (lo mismo podría decirse de la izquierda, claro está). Hay un aspecto, empero, que los principales partidos políticos de derecha chilenos comparten: al no tener una ideología prístina (incluso menos prístina que la izquierda, la cual al menos no siente repulsión por las ideas), tienden a descansar sus aspiraciones en figuras poderosas que rayan peligrosamente con el caudillismo. En ese sentido, de los muchos “movimientos políticos” que han visto la luz últimamente, me inclino a pensar que sólo aquellos que aspiren a ser partidos políticos con principios sólidos y no simples plataformas personalistas tendrán larga vida. Pero para hacerlo tendrán también que comprender que muchas veces es mejor deshacer lo que está pegado con engrudo. Quizás podrían comenzar aceptando que el matiz y la diferenciación nunca están de más cuando se analizan intereses y objetivos políticos.  •••

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