Abogado constitucionalista

Lo curioso es que tanto los partidarios de la subsidiariedad como sus detractores parecieran moverse sobre arenas movedizas, a veces como diálogo de sordos, basados principalmente en lo que cada uno entiende, o quiere entender, por subsidiariedad. Y es que ésta reclama varios orígenes. Por de pronto, uno vinculado a la Doctrina Social de la Iglesia, que consiste, por un lado, en “no quitar a los individuos (…) ni a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer” y, por otro, fortalecer a la autoridad política en “todo aquello que es de su exclusiva competencia, en cuanto a que sólo él puede realizar, dirigiendo, vigilando, urgiendo y castigando, según el caso”. Es decir, que la subsidiariedad tiene una faz negativa –de abstención– y otra positiva, de acción. La segunda veta es laica-liberal (Locke, Mill y, más recientemente, Hayek) o bien laica-conservadora (Burk, Tocqueville, Norman).

Más allá de su origen, incluso los partidarios de la subsidiariedad han reprochado a los economistas el que sólo hayan enfatizado el lado negativo o de abstención de la subsidiariedad, y no el positivo o de habilitación. Lo cierto es que ha sido más bien el mundo jurisdiccional donde ha sido más visible la faz negativa, en particular porque en un Estado de derecho los jueces –y en particular el Tribunal Constitucional– dicen a las personas y al Estado lo que no pueden hacer, y no lo que deben hacer, del mismo modo que el árbitro de un partido sólo sanciona las faltas, pero no les dice a los jugadores cómo jugar el partido ni menos cómo marcar goles.

Por otro lado, las críticas a la subsidiariedad se remontan a Hobbes y Rousseau, que miraban con recelo las asociaciones libres de modo que, para que la voluntad general pudiera expresarse, no debiera haber sociedades parciales en el Estado. En Chile, las objeciones a la subsidiariedad se han movido desde el negacionismo (no existe la subsidiariedad en la Constitución) pasando por su eventual “empate” con la incorporación del principio de solidaridad en la Carta Fundamental vigente, hasta plantear su supresión.

Pero aun cuando fuesen efectivas las críticas de economistas, abogados y jueces, la subsidiariedad afirma que la prioridad en las actividades humanas la tengan las personas, y sólo en la medida que ellas no puedan o no quieran realizar una actividad, entonces debe actuar el Estado. Al mismo tiempo, parece razonable demandar más actividad por parte del Estado, según se trate. Ejemplo claro de lo anterior, es en materia de seguridad ciudadana, donde las personas parecieran solicitar mayor actuación de las policías, fiscales diligentes y jueces que apliquen las penas. Para qué decir de la prioridad que solicitan los ciudadanos respecto de sus autoridades políticas en este tema: desde el denominado conflicto mapuche y la delincuencia ciudadana en poblaciones y barrios, hasta el hecho de no tener hace años una política de inversión en recintos penitenciarios enfocados en pulverizar la reincidencia y en dar una efectiva rehabilitación y reinserción. Mal que mal, los Estados modernos nacieron para proteger a las personas de los ataques externos y de la violencia interna.

Pero quizás donde están nuestras mayores flaquezas es en la despreocupación de políticas públicas que apunten a nuestros niños, donde probablemente cada peso invertido en un infante de 4 años es mucho más beneficioso para la sociedad que ese mismo peso gastado en uno de 20, tal cual lo afirmara Mario Waissbluth.

Así las cosas, es posible que el clamor por más Estado, en otras áreas como la defensa de los consumidores, derechos de los trabajadores, defensa de las minorías, el cuidado del medioambiente o incluso la lucha contra la desigualdad, puede estar paradojalmente –y al mismo tiempo– reafirmando y consolidando el rol estatal subsidiario, en la lógica de una máxima tan importante como olvidada: el Estado está al servicio de la persona humana, y no al revés. •••

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