Hay un chiste recurrente en las historietas de Peanuts, en que Lucy ofrece sujetar una pelota de fútbol para que Charlie Brown pueda darle una patada, pero cada vez, por temor o maldad, ella le quita el balón. El pobre Charlie Brown termina dándose varias piruetas en el aire antes de terminar en el suelo. Sin embargo, Charlie Brown, desesperado por confiar en alguien, siempre está dispuesto a intentar de nuevo. Lucy nunca cumple.

Brasil ha electo a Lucy. 

La tragedia de Brasil es que, justo en un momento en que enfrenta problemas gigantescos, elige a alguien que, como ha dicho el académico norteamericano Scott Mainwaring, tiene actitudes y no políticas.

Eso no quiere decir que Bolsonaro no hará nada. Pero si la experiencia nos enseña algo, es que mientras los populistas de izquierda llevan a sus países a la bancarrota, los populistas de derecha refuerzan las políticas que favorecen a los más ricos. En ambos casos, es la propia base electoral del populismo la que sale perdiendo.

Es cosa de ver a Trump. Los tributos que ha impuesto en las importaciones chinas tendrán repercusiones directas sobre los productos de consumo que la clase media compra en lugares como Target y Walmart. Si todo sigue tal como Trump lo ha propuesto, de aquí a diez años más, el 1% más rico se beneficiará del 83% de las reducciones al impuesto a la renta. 

No ha construido su prometido muro, y no solamente no ha logrado reducir la delincuencia, sino que los últimos dos años han visto 3 de las 10 masacres más mortales en la historia del país, incluyendo, solamente la semana pasada, el peor atentado antisemita en la historia de los Estados Unidos.

El presidente estadounidense prometió que iba a reducir el gasto público, pero el próximo año el déficit superará un trillón de dólares por primera vez en la historia, lo que ha contribuido –junto con la guerra comercial que Trump ha iniciado con China– a que los mercados se empezaran a poner nerviosos. La bolsa, luego de un salto inicial, ha comenzado a reflejar esa inquietud. Raya para la suma: la clase media, a la que Trump tanto apeló, se queda sin sus esperadas reducciones en impuestos, enfrenta productos de consumo más caros, no puede ir a rezar sin temor a ser asesinada y ve sus fondos de pensión perder valor en Wall Street.

Pero, es verdad, Bolsonaro no es Trump. Como admirador de Chile, es posible que el presidente electo desee implementar reformas de mercado parecidas a las que vio Chile en la década de los setenta. Ha prometido reducir impuestos, el gasto público y el tamaño del Estado, y por supuesto, terminar con la corrupción.

Claramente son reformas necesarias, pero ¿qué hará Bolsonaro con los miles de funcionarios públicos despedidos? ¿Cómo responderá cuando salgan a la calle a manifestar? ¿Qué dirán los mercados cuando se den cuenta de que el nuevo presidente, que hasta hace poco se oponía a las privatizaciones, no privatizará vacas sagradas como Petrobras o Banco do Brasil? Citibank ya ha bajado sus proyecciones de crecimiento para Brasil.

Más allá de los resultados económicos, es el tema que llevó a Bolsonaro al poder el que podría terminar siendo su talón de Aquiles. La corrupción brasileña no surgió de la nada. En gran medida, es el resultado de una serie de condiciones institucionales y estructurales, incluyendo el multipartidisimo, el federalismo y la debilidad del Poder Ejecutivo. Para lograr llevar a cabo su agenda legislativa, presidente tras presidente ha tenido que, esencialmente, comprar los votos de diputados individuales. Bolsonaro ha logrado un voto relativamente contundente en la Cámara de Diputados, pero aún así, su Partido Social Liberal solo obtuvo 52 escaños en una cámara de 513, y cuatro senadores. Si el espíritu de anticorrupción impedirá la antigua práctica de comprar votos, no queda claro cómo se construirá una mayoría gobernable para implementar la agenda de profundas reformas que se ha prometido. Es tal vez por eso que Bolsonaro, nada de tonto, le pide al actual presidente, Michel Temer, que avance con la reforma de pensiones. Como este requiere una reforma constitucional –y por lo tanto una supramayoría en el Congreso–, Bolsonaro, que como diputado votó en contra de reducir las pensiones, trata de cosechar sin pagar los costos (de fracaso o de éxito). 

Los múltiples desafíos políticos ayudan a explicar la segunda pata de la agenda bolsonarista: la amenaza de violencia. Como admirador de Augusto Pinochet, Bolsonaro sabe que los costos de grandes ajustes requieren o un gran apoyo político y social, o la capacidad de cohibir a la oposición. La lista de posibles chivos expiatorios –izquierdistas, afrobrasileños, la prensa, las minorías sexuales, los ateos y las feministas– o será reprimida si sale a protestar, o culpada si la agenda no se logra cumplir.

Como consecuencia, hay dos grandes preguntas: si Bolsonaro logra implementar sus reformas, ¿quiénes ganarán? Y si no lo logra, ¿quiénes pierden?  

Lo probable es que millones de brasileros quedarán como Charlie Brown, frustrados que confiaron una vez más en Lucy. 

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