La pandemia ha abierto una serie de debates globales. Pasemos revista. El primero gira en torno al régimen político adecuado para enfrentar este tipo de desafíos. Unos sugieren que las democracias liberales, por su celo en la protección de la vida privada y la promoción de la soberanía individual, no dan el ancho. Necesitaríamos gobiernos más poderosos, capaces de suspender las libertades personales y controlar más de cerca a la gente. Según esta tesis, hay que mirar con atención la receta china y la de otros regímenes filo-autoritarios de Oriente. Pero es un camino riesgoso: los gobernantes que piden poderes extraordinarios rara vez los devuelven una vez pasada la emergencia. Los defensores del liberalismo han insistido en estrategias que empoderen a los ciudadanos a través de información, transparencia e incentivos a la cooperación.
El segundo debate interroga sobre la vigencia del momento populista global. Algunos sostienen que la revalorización del conocimiento experto, y la relegitimación de las instituciones de autoridad llamadas a lidiar con la crisis, anticipa el fin de la década de oro de los populistas, que se dedicaron justamente a disputar las credenciales epistémicas de la ciencia, mientras acusaban a las instituciones de ser vehículos de los intereses de la elite. Sin embargo, no hay que apresurarse en esta autopsia: las instituciones no han recuperado su credibilidad, y hay expertos para todos los gustos. El caso chileno es ilustrativo: el tono del debate post 18/O no ha cambiado sustancialmente en tiempos de coronavirus. La rabia plebeya sigue ahí, profundizada por la percepción de que –nuevamente– las elites encontrarán la forma de capear el temporal en desmedro del pueblo.
Un tercer debate se ha centrado en la sobrevivencia del capitalismo. No está nada claro que la pandemia le haya propinado un golpe a lo Kill Bill (Žižek dixit). Resulta evidente que sociedades de mercado sin protección social tendrán más dificultades para aliviar las penurias de sus capas menos afortunadas. Pero entre ese modelo y el socialismo old school hay una amplia escala de grises. En estos momentos, somos todos keynesianos. Ni siquiera en Chile, laboratorio de los Chicago Boys, se ha defendido la ortodoxia de la no-intervención. Todos saben que hay que gastar y endeudarse si es necesario. La discusión está en los montos, no en la estrategia. Ojalá, este trance nos motive a construir un verdadero sistema público integrado de salud –Inglaterra montó el NHS a partir de un acuerdo político transversal de posguerra–, pero nada indica que perderá importancia la iniciativa privada o la libertad de emprender para crear riqueza. Sin perjuicio de lo anterior, algunos han observado que el modelo de globalización capitalista, fundado sobre el principio smithiano de especialización y las ventajas competitivas de cada país, llegó a su fin: ¿de qué sirve que mi vecino haga respiradores mecánicos si no puede (o no quiere) exportármelos cuando los necesito? ¿Se viene acaso una nueva era de industrialización por sustitución de importaciones?
Del debate sobre el modelo económico se desprende un cuarto debate filosófico sobre los límites del crecimiento, la naturaleza del consumo y la política del Antropoceno. Aunque la idea de que la Tierra nos envió el virus para llamar la atención sobre nuestro abuso es metafórica, revela un punto relevante sobre la forma en que la especie humana fue absorbiendo los espacios de la biodiversidad. Los mercados húmedos donde se comercializan animales salvajes, como el de Wuhan, son ejemplo de esa avidez invasora. Pero no solo hay que replantearse la relación con los animales –portadores de la mayoría de los virus que han diezmado nuestras poblaciones–, sino que también la obsesión de producir siempre más que el año anterior. En varios círculos se discuten teorías de decrecimiento, que desafían la división tradicional entre izquierda y derecha. Otros han destacado, entre lo poco que hay para destacar, que la pandemia es un respiro para el ecosistema. Habiendo demostrado que era posible detener en seco la economía por voluntad política, tenemos nuevos elementos de juicio y acción para mitigar los efectos de la crisis climática en ciernes. Si podemos producir menos y consumir menos, y aun así vivir relativamente bien, ¿por qué no lo intentamos en forma sistemática para asegurarles a nuestros nietos un mundo habitable? La hipótesis pesimista es que ninguna lección será tan dramática como para borrar nuestra naturaleza imperialista y carroñera, y apenas podamos regresar a la normalidad, volveremos a gastar y consumir, literalmente, como si el mundo se fuese a acabar.
Finalmente, todas estas discusiones reconducen al gran debate sobre el progreso y los límites del ser humano. La idea ilustrada y positivista de un tránsito inexorable hacia un mundo mejor se ha visto seriamente afectada. Aunque el optimismo tecnocrático occidental trató de exorcizarla, la tragedia ha vuelto por sus fueros. En realidad, nunca se fue. De alguna manera, incluso, el espíritu progresista logró reinterpretar dos guerras mundiales como accidentes funcionales en el camino al paraíso terrenal. Hoy, cuando la pandemia nos recuerda las limitaciones de la experiencia humana, y volvemos a conversaciones más mundanas sobre el aseguramiento de pan, techo y abrigo, los conservadores salen de sus cuevas para recordarnos que ellos nunca fueron tan ilusos. Sin duda, tienen un punto. A favor del progreso moderno, sin embargo, debe contabilizarse el Estado y la ciencia. La pandemia nos tiene agobiados, en parte, porque nuestra perspectiva histórica es limitada y gozamos de la bendición del olvido. Pero nadie querría enfrentar este virus con las capacidades de principios del siglo XX, o los estándares de higiene medievales. Que este enfrentamiento con la realidad sea finalmente un abollón, y no una pérdida total, se debe precisamente al trabajo coordinado de las instituciones más importantes de la modernidad.

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