Académico de la Escuela de Gobierno UAI

Hace ocho años, cuando Marco Enríquez-Ominami irrumpió en la carrera presidencial, un reputado columnista de la plaza tituló “el candidato inesperado”. El establishment político y el elenco de la transición no estaban esperando que un mocoso de 36 primaveras –“marquito”, como lo llamó Camilo Escalona– osara disputar el poder a Sebastián Piñera y Eduardo Frei. El analista obraba sobre la premisa de que su generación política gozaba todavía de espléndida salud. En las urnas, sin embargo, los chilenos le dieron nada menos que 20 puntos a ME-O.

No alcanzaron a pasar dos años y ME-O fue tempranamente jubilado. Jóvenes en sus tempranos veintes marcharon sobre las ciudades exigiendo reformas estructurales al modelo educacional heredado de la dictadura y perfeccionado por la Concertación. Florecieron figuras como Camila Vallejo, Giorgio Jackson y Gabriel Boric. Se convirtieron en la pesadilla de Sebastián Piñera. Elaboraron un diagnóstico que fue la base de las reformas que prometió Michelle Bachelet en 2013. Ellos mismos postularon al Congreso y se convirtieron en diputados. Desde ahí, especialmente Jackson y Boric, fortalecieron sus movimientos y construyeron alianzas. La pasión adolescente fue domesticada e institucionalizada. En la vereda derecha, otros tantos jóvenes que trabajaban en el gobierno de Piñera prefirieron no engrosar las filas de los partidos tradicionales y levantaron su propia pyme. Representando esos colores, Felipe Kast también llegó a la Cámara.

La renovación de la clase política, sin embargo, sería más lenta de lo esperado. Los analistas criticaron el mal rendimiento de las nuevas tiendas en las municipales 2016. Los partidos tradicionales no se mostraban vulnerables. La elite se sobaba las manos anticipando un duelo entre Lagos y Piñera en la presidencial. Aunque el candidato del oficialismo fue finalmente Guillier, la sensación es que la política chilena seguía dominada por la generación de la transición. Mucho ruido y pocas nueces en el discurso de la renovación.

Hasta el domingo 19 de noviembre. Aunque la principal novedad en términos electorales es que Piñera no tiene la carrera corrida y la segunda vuelta es incierta, la noticia política es que existe una demanda real por recambio. La votación del Frente Amplio es un botón de muestra. No solo reelige a sus diputados en ejercicio (que obtienen sendas mayorías nacionales), sino que ensancha groseramente su representación parlamentaria: ahora cuenta con 20 diputados y 1 senador. La Democracia Cristiana, en contraste, solo consigue 14. Revolución Democrática, por sí sola, obtiene 10. Era cuestión de tiempo: mientras la DC sufre un inevitable proceso de encorvamiento generacional acompañado de la obsolescencia de un discurso fraguado para otro escenario ideológico, RD se consolida como actor joven con tendencia al alza. Está experimentando lo mismo que vivió el PPD a fines de los ochenta y principios de los noventa. Fue el partido de moda. En la actualidad, en cambio, el PPD es poco atractivo para las nuevas generaciones, en parte porque está indisolublemente ligado a la épica 88-céntrica. RD está en mejores condiciones de representar la experiencia histórica del progresismo postransición. La gran familia concertacionista es la dueña del pasado. La Nueva Mayoría administra el presente. El Frente Amplio es el dueño del futuro.

Un fenómeno similar aunque menos pronunciado ocurre en la derecha. Evópoli esperaba elegir un senador y tres diputados. Obtiene dos senadores y seis diputados. Queda lejos del contingente parlamentario de sus hermanos mayores. Pero envía una señal que extiende el buen sabor de boca que dejó su participación en las primarias. Su líder, Felipe Kast, sin ir más lejos, arrasó en una región a la cual llegó hace apenas un par de meses y le alcanzó para arrastrar a su compañera de lista. Tiene razón el diputado gremialista Jaime Bellolio cuando sostiene que el problema de la UDI no es de stock sino de flujo: hoy son el partido más grande –aunque RN les arrebató esa posición en la última elección– pero cada joven que entra a la política se siente más seducido por pertenecer a Evópoli que a los partidos tradicionales de la derecha –que también cifran su hito originario en 1988–. Si figuras como Jaime Bellolio desembarcan finalmente en Evópoli –son conocidas sus diferencias con Jacqueline van Rysselberghe–, el proceso de recambio se acelera y consolida.

Nada de esto es inevitable. Los partidos mueren de jóvenes y no de viejos, dice el adagio. Es casi impensable que un partido cierre sus puertas porque ya no se hace necesario para Chile (de lo contrario el radicalismo lo habría hecho hace rato). También es posible que los nuevos liderazgos se contaminen y pierdan frescura. El caso español es interesante: el Podemos emerge como fuerza de izquierda con sello generacional para disputar el espacio que por décadas ha ocupado el PSOE. Pero no le alcanza para desplazarlo y se tiene que conformar con un período de cohabitación –similar a la cohabitación que le espera al Frente Amplio y la Nueva Mayoría–. Los partidos tradicionales también pueden renovarse internamente y reconectar con su audiencia. En parte, ha sido su incapacidad para darle tiraje a la chimenea lo que ha propiciado este escenario. En Chile, ya nadie puede decir que la renovación es inesperada. Hace ocho años comenzó el proceso. Hoy se ven sus frutos.

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