Académico de la Escuela de Gobierno UAI

En su superventas Sapiens, el historiador Yuval Noah Harari afirma dos cosas: primero, que las discusiones sobre moral, derecho y política ya no pueden abordarse seriamente sin considerar los descubrimientos de las ciencias naturales; segundo, que esos mismos descubrimientos minan severamente las bases de nuestro ordenamiento jurídico liberal. En su nuevo libro De Naturaleza Liberal (Catalonia, 2017), el ingeniero y divulgador científico chileno Álvaro Fischer coincide con lo primero, pero llega a la conclusión opuesta respecto de lo segundo: el sistema social que mejor se acomoda a nuestra naturaleza es precisamente aquel que se funda en principios liberales.

El libro de Fischer es un tour-de-force por el estado del arte en psicología evolutiva. En ese sentido, se enmarca en la tradición intelectual que va desde E. O. Wilson hasta Leda Cosmides, pasando por Steven Pinker y Jonathan Haidt, entre otros. La tesis central del saber sociobiológico es que nuestros sentimientos morales y patrones conductuales fueron labrados pacientemente por millones de años de evolución. Dicho de otro modo, estamos en condiciones de explicar –gracias al mejor recurso epistemológico disponible: el método científico– los rasgos centrales del comportamiento humano a partir de nuestra herencia genética. La obra de Fischer, por ponerlo en un eslogan, toma partido por la naturaleza por sobre la cultura.

Las implicancias de esta posición evolucionista son claras, según el autor chileno: los seres humanos tenemos un hardware difícil de modificar, y debemos tomar nota de ello a la hora de diseñar instituciones políticas y económicas. No somos tan maleables como pensaba la escuela marxista. No es cosa de llegar y proponer reformas, por bienintencionadas que parezcan; si chocan contra la madera dura de nuestro ADN, el resultado será invariablemente un fracaso.

Hay, en este viejo debate, un dilema complejo. David Hume enseñaba que los hechos (descriptivos) y los valores (normativos) no se mezclan. La ciencia explica cómo funciona el mundo, pero no puede instruirnos respecto de cómo vivir. Ese fue, justamente, el pecado mortal del darwinismo social asociado a Herbert Spencer y luego a los nazis. Fischer está plenamente consciente de los peligros de esa jugada. Sin embargo, parece proponer una relectura de la vieja máxima humeana: aunque la ciencia no puede determinar la dimensión normativa, sí puede imponerle ciertas condiciones de factibilidad.

El propio Hume no habría estado en desacuerdo: los pensadores de la ilustración escocesa –incluido Adam Smith– fueron escépticos de las utopías racionalistas y respetuosos de los sentimientos morales originarios del ser humano. Estos sentimientos, inclinaciones y pasiones pueden ser domesticados y canalizados para evitar daños a terceros, pero en lo fundamental no pueden ser extirpados por artefactos culturales.

Aquí radica, según Fischer, el gran problema del socialismo, pues ignora sistemáticamente la dirección de nuestros impulsos conductuales modelados al calor de la selección natural. Los seres humanos, tal como lo hacen nuestros parientes primates, compiten por estatus en la búsqueda de mejores alternativas reproductivas. No tendrían futuro, entonces, las políticas orientadas a eliminar las pulsiones competitivas en la sociedad. Del mismo modo, no tendrán futuro las políticas que ignoran la relevancia de los incentivos y las recompensas como retribución al esfuerzo. La izquierda, como ya lo advirtió el filósofo Peter Singer, haría bien en incorporar estos elementos a su propuesta.

Pero la evolución no es solo un juego de competencia sino también de cooperación, nos recuerda el autor. Colaborar es esencial. Sin embargo, los dispositivos sociales que favorecían la cooperación fueron “diseñados” para interactuar en grupos reducidos. Es natural que seamos altruistas y generosos con nuestra familia y amigos. En escenarios donde prima el anonimato, en cambio, lo normal es adoptar actitudes competitivas. El error ideológico, por así decirlo, consiste en importar acríticamente los principios de la cooperación a sociedades extensas y complejas donde no nos conocemos lo suficientemente bien para demandar deberes de solidaridad.

Este es, en resumidísimas cuentas, el proyecto intelectual de la psicología evolutiva militante: las piezas de fábrica de la naturaleza humana actúan como limitaciones al empeño transformador de la cultura. En ese registro, la recomendación de Fischer es evitar las restricciones a la libertad, tanto en un sentido moral como económico. De ahí su respaldo al ideario liberal. Las personas necesitan del espacio necesario para diferenciarse. Las restricciones operan generalmente en un sentido igualador. Además –agrega– dichas regulaciones serán inefectivas porque la naturaleza suele abrirse camino.

Jugar la carta “naturalista” en los debates públicos es controversial. Incluso dentro del liberalismo. Más de algún correligionario dirá que el darwinismo de Fischer funciona como una auténtica doctrina comprehensiva, casi como una religión, y por ende no deberíamos descansar en ella como razón pública para fundar la legitimidad política. Pero no han sido pocos los liberales evolucionistas. Hayek, sin ir más lejos. Fischer se inscribe en esa escuela.

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