La historia es la siguiente: Fulvio se declara consumidor ocasional de marihuana. Ávila teoriza que con “dos vuelos al mes no clasifica como piloto de combate”. El vocero de gobierno afirma que se trata de un “mal ejemplo”. El ministro Mañalich dice que no se va a pronunciar “sobre hábitos privados e individuales”. Los senadores Orpis y Chahuán amenazan con histeria una caza de brujas a punta de exámenes de pelo. Lagos Weber le presta ropa a Fulvio y copatrocina un proyecto para despenalizar el autocultivo y el porte para consumo personal de cannabis. El Mercurio y La Tercera editorializan sosteniendo olímpicamente que no hay argumentos convincentes para ello. Este columnista abandona la neutralidad y llama decididamente a legalizarla. ¿Por qué?

En primer lugar, decidir sobre su consumo es parte de la libertad individual. Las sociedades pluralistas entienden que las personas tienen derecho a trazar el plan de vida que estimen conveniente sin la interferencia constante del poder político. La única condición es que la expresión de esas conductas no afecte negativamente a terceros. Si el consumo de determinadas sustancias o el desarrollo de ciertos vicios ponen en riesgo la salud propia es un asunto que queda entregado al individuo en forma soberana. Contra el remozado paternalismo y la voracidad perfeccionista de los guardianes de la salud pública los liberales afirmamos nuestro compromiso con la dignidad de los agentes morales capaces de decidir por sí mismos, incluidas las decisiones que asumen voluntariamente los eventuales efectos nocivos de la exploración psicotrópica.

Otro aspecto de la prohibición son las consecuencias penitenciarias. Meter a un compatriota a la cárcel es un asunto serio. La herramienta penal debe ser excepcional y no es cuestión para tomar a la ligera. Sin embargo sólo el año pasado 60 mil chilenos fueron detenidos por cultivo, porte o consumo personal de hierba. Así replicamos la fallida y penosa estrategia de combate a las drogas que se agota en la dimensión carcelaria. La autoridad homologa al consumidor con un adicto y un delincuente, ambas cuestiones falsas. Más allá del argumento a favor de la libertad individual, la despenalización ayuda a trabajar mejor en la dimensión de salud pública sustituyendo un enfoque sancionatorio por una perspectiva de prevención a través de información y tratamiento de casos problemáticos.

Un tercer punto es el que ya decía Milton Friedman: liberar el mercado de las drogas permite acabar con las nefastas externalidades del narcotráfico. En el caso de la marihuana no son pocas: violencia asociada al control territorial, facilitación del contacto con drogas duras, deterioro de la calidad del producto, nula información para los usuarios. Por el contrario, una progresiva política de despenalización y legalización podría ayudar a cortar la dependencia del consumidor de las mafias organizadas, primero a través del autocultivo y luego vía regulación de la venta de porciones personales de calidad certificada y tributación adecuada.

Por último, y no menos importante, no existe en el ámbito científico una voz que sostenga que la marihuana es más dañina que el alcohol o el tabaco. La evidencia es demasiado contundente: nadie muere por pitear, millones mueren en el mundo por beber o fumar. La hipocresía criolla es tan grande que a cada rato premiamos el emprendimiento vitivinícola y nos pavoneamos por su buen nombre internacional. Del mismo modo nuestros equipos de fútbol ostentan marcas de cervezas en sus camisetas. Sus productores nos dicen que todo consumo en exceso es perjudicial. Pero nadie le entrega esa chance al consumo recreacional de una sustancia que ni siquiera genera la adicción física del alcohol o tabaco. Para colmo el gobierno de Bachelet ubicó a la marihuana en Lista 1 de peligrosidad en el mismo nivel de la cocaína. Para no creerlo.

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