Es comprensible que los diputados busquen fortalecer sus atribuciones fiscalizadoras. Es más, muchos estudiosos han advertido sobre los efectos negativos que implica la ausencia de contrapesos en nuestro sistema político. Pero la interpelación parlamentaria no contribuye a solucionar el problema.

 

De todas las reformas institucionales adoptadas desde el retorno de la democracia, la interpelación parlamentaria a ministros de Estado es una de las menos acertadas. En vez de consolidar el poder fiscalizador de la Cámara de Diputados y reducir el presidencialismo exacerbado de nuestro sistema político, esta atribución ha devenido en un triste espectáculo. En cada una de las interpelaciones que han ocurrido desde que esta reforma constitucional entró en vigencia, los beneficios para el ejercicio del mandato fiscalizador de la Cámara han sido mínimos, mientras que los costos en términos de desprestigio de la política han sido enormes.

En vez de ser conducente a mejorar los canales de diálogo y negociación entre el gobierno y la oposición, la interpelación parlamentaria ha convertido a la Cámara en un escenario ocasional de fallidos y deplorables intentos de linchamiento político que sólo deshonran a todos los involucrados.

En las reformas constitucionales promulgadas en 2005 se incluyeron innovaciones que buscaban mejorar la capacidad fiscalizadora de los diputados. Entre ellas, la potestad de citar a un ministro para “formularle preguntas en relación con materias vinculadas al ejercicio de su cargo” (artículo constitucional 52c). Los ministros deben presentarse, hasta tres veces al año, para ser interpelados si así lo solicita la Cámara. La primera interpelación se produjo en medio del movimiento estudiantil en junio de 2006, cuando el entonces titular de Educación, Martin Zilic, se sometió a un maratónico pero inútil interrogatorio. Desde entonces, la interpelación de ministros se ha convertido en una práctica común. Desde el vocero de gobierno Francisco Vidal hasta la titular de Salud Soledad Barría, ya son cuatro los ministros que han sido interpelados.

Tal vez la más patética de todas las interpelaciones fue la del entonces ministro del Interior Belisario Velasco, el 13 de agosto de 2007. Aunque la convocación era para averiguar sobre las responsabilidades por el Transantiago, el diputado UDI Rodrigo Alvarez lo increpó con un religioso y extemporáneo “en nombre de Dios, váyase”. Emulando la legendaria frase del parlamentario inglés Oliver Cromwell, Alvarez pareció no entender que, en un país donde los ministros son de la exclusiva confianza del presidente, la interpelación parlamentaria no tiene sentido. Porque Chile no posee un sistema parlamentario como el inglés –ni tampoco debiesen existir exabruptos autoritarios como el de Cromwell en 1653–, la interpelación parlamentaria simplemente no tiene sentido.

Es comprensible que la Cámara de Diputados busque fortalecer sus atribuciones fiscalizadoras y mejorar su poder relativo frente al Ejecutivo y al Senado. Es más, muchos estudiosos han advertido sobre los efectos negativos que la ausencia de apropiados pesos y contrapesos en nuestro sistema político tiene para la consolidación democrática. Pero la interpelación parlamentaria no contribuye a solucionar el problema.

Ya que el sistema electoral binominal convierte a la Alianza y a la Concertación en los grandes electores, los parlamentarios deben sus puestos mucho más a las negociaciones entre partidos que a su desempeño legislativo o a su servicio a los electores. Peor aún, ya que los votantes difícilmente pueden evaluar su desempeño, los diputados saben que el estudio acucioso de los proyectos de ley poco les ayuda para ganar la reelección. Al contrario, sólo si producen noticias son conocidos en sus distritos. Por cierto, las interpelaciones proveen una inmejorable ocasión para que diputados de oposición puedan aparecer en la televisión. Más que fortalecer la fiscalización, las interpelaciones terminan siendo oportunidades para que los diputados potencien sus propias posibilidades de reelección.

Para mejorar la calidad de nuestra democracia, Chile necesita adoptar reformas que fortalezcan al poder legislativo. Pero esas reformas deben producir un sistema electoral más competitivo, introduciendo incentivos para que los electores –y no las coaliciones– decidan quién llega al parlamento. También debe fortalecerse la capacidad fiscalizadora de la Cámara e introducir incentivos para que los diputados dediquen más tiempo al estudio de proyectos de ley y al proceso legislativo en general.

Lamentablemente, mientras siga en vigencia, la interpelación parlamentaria mantendrá los incentivos para que los diputados se preocupen más del performance mediático que de ejercer eficazmente su potestad fiscalizadora. De paso, estos excesivamente histriónicos y fiscalizadoramente inútiles espectáculos sólo contribuirán a debilitar nuestra democracia y a profundizar la crisis de legitimidad de la clase política

 

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