La nominación al Oscar de la película NO es una especie de victoria póstuma para la cultura concertacionista. 25 años después de haber vencido a Pinochet en las urnas, la historia que cuenta la hazaña representa a Chile en la competencia cinematográfica más prestigiosa del planeta. Nuestro latente chauvinismo tiene las antenas paradas cada vez que la marca-país está en juego. Celebramos a Cecilia Bolocco, el Chino Ríos o Tomás González porque son chilenos. Esta vez los medios de comunicación y las redes sociales nos invitan a descorchar champañas por la inédita clasificación de una cinta hecha en casa a la final de los premios Oscar.

Es cierto que podría haber sido cualquier otra película chilena y la estaríamos apoyando igual. Sin embargo la clasificada es NO y (casi) todo Chile quiere que gane NO. Si Gramsci tenía razón y la batalla de los nuevos tiempos se libra en el terreno de la hegemonía cultural, entonces la Concertación puede morir tranquila. Lo que en su minuto pareció un esfuerzo titánico y valiente hoy se presenta como el más común de los lugares. Prácticamente no existe en nuestro país nostalgia pinochetista. Cada vez es más difícil encontrar voces que admitan haber votado por el “SÍ”. La derecha sólo llegó al poder una vez muerto el dictador y con un candidato que repetía a los cuatro vientos su adhesión al “NO”. Incluso el actual precandidato UDI Laurence Golborne dice haber votado por el “NO”. Hace algunos años el mismísimo Joaquín Lavín afirmó que de haber sabido todo lo que ocurrió en el régimen militar no le habría dado su apoyo en el plebiscito.

Es decir, nadie quiere estar en el bando del “SÍ” y todos quieren ser del “NO”. En lugar de cerrarse con el paso de tiempo, cada día que pasa la brecha entre una y otra parece crecer. Se entiende así que las voces disidentes –estilo Moreira o Hermógenes– sean tan marginales, mientras la inmensa mayoría se pliega a las felicitaciones a los hermanos Pablo y Juan de Dios Larraín. Que sean precisamente los hijos de un senador de la UDI los creadores de NO ilustra a cabalidad el punto. Que el propio José Piñera –estrecho colaborador de Pinochet– haya festejado la nominación por revelar el éxito de la transición chilena termina por completar el cuadro. A estas alturas todos se sienten dueños de un pedacito del “NO”.

El efecto transmisor en las nuevas generaciones también es notable. Quienes nacieron y crecieron en democracia pueden interpretar la dictadura en clave guionística: los buenos están en la oposición de la época –en especial sus pragmáticos publicistas– y el malo es un general viejito llamado Augusto Pinochet. Los entendidos dicen que la calidad del villano determina en parte el éxito de la trama. Piense en Darth Vader o el Guasón. Como escuché de boca del crítico René Naranjo, en este sentido Pinochet es un villano perfecto. Archiconocido y repudiado por la comunidad internacional, este es su debut en las ligas mayores del cine. Pese a quien le pese, esto ya no se trata de justicia o verdad histórica; esta distribución de roles ya se posicionó en el imaginario colectivo de la nueva ciudadanía.

Es altamente probable que yo hubiera votado “SÍ” en 1988 si hubiese tenido la edad mínima para participar, pero tenía 9 años recién cumplidos y aquella noche me dormía temprano palpando la angustia de mi familia. Sería deshonesto asegurar lo contrario siendo miembro de una burbuja sobrealimentada de la dictadura. La filiación política familiar se cuenta entre los mejores predictores electorales y en eso no hay mucho pecado. Hoy en cambio me parecería absurdo, políticamente equivocado y quizás moralmente desviado. Me cuesta imaginar un escenario alternativo y doy gracias a quienes corresponda por el curso tomado. Me imagino que casos similares al mío hay cientos de miles. Por eso le deseamos éxito a NO: porque nos permite seguir fantaseando con nuestra importancia como país en el competitivo y superior contexto internacional, pero principalmente porque describe atinadamente la potente combinación de ética y épica que a todas las generaciones les gustaría protagonizar… aquella que las actuales Concertación y Alianza están lejos de poder reeditar.

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