El nepotismo y el amiguismo también son formas de corrupción. Estamos lejos de ser la tierra prometida de la igualdad de oportunidades. Por Héctor Soto

Entre los fantásticos cuentos que le colgaron a Carlos Ibáñez del Campo, uno de los peores presidentes de Chile en el siglo XX, al menos en función de lo que fue su segunda administración, hay dos que superan con creces su figura. Uno, el mejor, apela a la salomónica noción de la justicia presidencial en la distribución de las prebendas, cuando el mandatario habría dicho que el que tocaba ministerio no tocaba camioneta. El otro cuento lo delata asumiendo que primero está la familia, en seguida los amigos y al final, si algo queda, los demás.

Habrá que convenir en que desde entonces algo hemos avanzado. Podemos estar confiados en que los criterios para adjudicar los ministerios y las camionetas operan hoy con total autonomía, lo cual está muy bien porque no tienen nada que ver. En lo otro –la parentela y el amiguismo– la república no parece haber cambiado tanto, entre otras cosas porque el Estado nunca se modernizó. Seguimos estando muy lejos de ser la tierra prometida de la igualdad de oportunidades. La escena pública, el gobierno, los partidos, las dirigencias, los cargos de la administración y los municipios, por decir algo, están llenos de hijos, de hermanos, de compadres, de cuñados, de tíos y de yernos de próceres, caciques o ex caciques. Cuando llega el momento de hablar de esta parentela siempre se dice que son gentes de indudables méritos propios. Pero se calla la duda de hasta dónde habrían llegado de no estar amparados por las redes de la familia o la tribu. Para qué ablar de los amigotes. Hoy es más cierto que nunca: en Chile literalmente las amistades pueden llegar a valer oro.

En estricto rigor esto no es corrupción, o al menos no la es comparada con esa corrupción pura y dura que consiste en defraudar al Estado, en apañarse sobresueldos sin el más mínimo sentido de culpa, en estrujar al máximo eso que los argentinos llaman la patria contratista, en meter las manos en los programas sociales para el deporte o el empleo para fines particulares, en hacer asesorías truchas para las empresas públicas que se reducen a copiaralgún paper de Internet por un cheque millonario. Ciertamente, por una cuestión de grados y alevosía, son asuntos distintos. Pero ciertamente también se parecen. Vienen de la misma moral y descansan sobre un terreno común: en el curioso concepto del Estado, de los servicios públicos y municipales, como dominio patrimonial de los gobiernos, sus partidos, sus clientelas y sus redes.

Ya no hay semana en que la opinión pública no procese asombrada algún escandalillo o episodio turbio en el aparato del Estado. Y aunque en las percepciones de la gente la corrupción ha pasado a encabezar el listado de los problemas del país, seguimos pensando para tranquilidad nuestra que Chile no es un país corrupto y que los desafueros de aquí y de allá corresponden sólo a accidentes o excepciones en los pacíficos mares de la probidad. Si alguien de verdad se cree este cuento, bueno, que Dios lo acompañe y lo bendiga.

Creo que fue Moisés Naím, el director de Foreing Policy, quien en Enade de 2005 previno del riesgo que envuelve colocar el combate a la corrupción en el eje o en los primeros lugares de la agenda gubernativa u opositora. Hasta donde recuerdo, su tesis era que la batalla contra la corrupción no termina nunca y de hecho puede volver a una sociedad completamente paranoica. Siempre habrá alguien que se está pasando de la raya, que se está quedando con lo que no es suyo o se está llevando lo que correspondía a otros. Siempre también habrá apitutados. El desafío en esto, decía Naím, es cómo poder avanzar. Porque es un error pensar que el tema se resuelve con Savonarolas, con los sumarios de Contraloría o con las pesquisas de los tribunales. Está bien que se hagan, tal como se han estado haciendo, por cierto, pero lo que más llama la atención es que respecto del largo plazo las autoridades estén más bien tomando palco. Está claro, por ejemplo, que a la velocidad que avanza, el programa de la alta dirección pública no corre peligro alguno de volcarse. También es un hecho de la causa que el gobierno de Bachelet anunció una bonita agenda de probidad, que las autoridades ponen los ojos en blanco cada vez que se habla de los criterios con que se manejan en el sector público las plantas de personal a contrata y que a la reforma del Estado se le sigue haciendo el quite porque, claro, llevarla a cabo signifi caría afectar intereses corporativos, perjudicar a los prosélitos y tener que controlar un poco la voracidad de los gobiernos.

Sí, no somos un país corrupto, aunque todos los días nos topemos con síntomas perturbadores. La presidenta dice que con los recursos públicos no se juega, pero lo concreto es que buena parte sigue entregada a los juegos del poder.

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