Académico de la Escuela de Gobierno UAI

En una de las versiones de la llamada ley de Godwin –por el nombre de su creador, Mike Godwin– se sostiene que cualquiera de las partes de un debate que recurre primero a la figura de Hitler o a los nazis pierde la discusión porque sencillamente no le quedan más argumentos. Otras versiones dicen que cuando una conversación se alarga indefinida y bizantinamente, crece la probabilidad estadística de que Hitler salga al ruedo. El filósofo político Leo Strauss se refería a la reductio ad Hitlerum para graficar el tipo de falacia que cometía quien razonaba que una cierta idea o acción era moralmente mala porque Hitler la hubiese apoyado. En el marco del animado debate que mantienen los británicos entre permanecer o abandonar la Unión Europea, varios han recordado la ley de Godwin. Boris Johnson, el carismático ex alcalde de Londres y activo miembro de la campaña del Leave, sostuvo recientemente que la Unión Europea tiene el mismo fin que perseguía Hitler: crear un superestado en el Viejo Continente. Los partidarios del Remain dijeron que los comentarios de Johnson eran tan ofensivos como desesperados. Asociar a los nazis con el bando que quiere quedarse en Europa, remarcaron, es una bajeza. Pero ¿hay algo de cierto en la observación de Boris?

Probablemente, habría tenido mejor recepción si se hubiese recurrido a la tesis que Ludwig Dehio plasmó en su Gleichgewicht oder Hegemonie (Equilibrio o Hegemonía), que a estas alturas es un clásico de las relaciones internacionales. La obra de Dehio repasa cuatro siglos de la historia moderna del Viejo Continente e identifica media docena de intentonas en los cuales el poder tiende a concentrarse (períodos de hegemonía) para luego fragmentarse (períodos de equilibrio). El primero está asociado al afán expansivo de los Habsburgo, con Carlos V –sobre cuyo imperio “no se ponía el sol”– y su heredero Felipe II. El segundo momento, si mal no recuerdo, se produce en la Francia absolutista de Luis XIV. Luego, obviamente, viene Napoleón. Finalmente, el primer y segundo Reich de los alemanes. Ahí recién aparece Hitler. Es decir, el impulso hegemónico no sería una novedad del siglo XX, sino una constante fuerza centrípeta en la historia del continente. Lo interesante, según Dehio, es que cada vez que las fuerzas dominantes de Europa central intentaron resucitar el mito imperial de los romanos –o de la Cristiandad, acotarían los medievalistas– surgieron otras fuerzas en los márgenes continentales para contrarrestar dicho movimiento. En particular, Dehio menciona a los británicos y a los rusos. Unos desde el oeste, otros desde el este, entre ambos habrían sido capaces de detener las ambiciones imperiales de franceses y alemanes. Para seguir con la analogía newtoniana, británicos y rusos habrían actuado como fuerzas centrífugas, favoreciendo la fragmentación del poder y con ello devolviendo a Europa un estado de equilibrio.

La de Dehio es una interpretación menos sensacionalista que la de Boris Johnson. Pero es mucho mejor para entender la curiosa relación del mundo insular británico con el resto del continente. Parte importante del Partido Conservador de Johnson ve en la Unión Europea otro intento de concentración del poder. Creen, en consecuencia, que la misión geopolítica (e identitaria) del Reino Unido es oponerse a ello. De hecho, de todos los argumentos que han entregado para apoyar el Brexit, el único que ha sido realmente problemático para sus adversarios es aquél que apela a la pérdida de soberanía democrática. En general, la población de Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte cree que la salida de Europa no generará beneficios económicos llamativos. Por el contrario, en ese terreno se impone la visión pragmática de que es mejor quedarse. Un poco más de ruido genera el argumento del control migratorio, especialmente azuzado por los grupos de extrema derecha. Si en las próximas semanas se genera un cuadro similar al que ocurrió la noche de Año Nuevo en Colonia –cuando decenas de mujeres fueron acosadas en un macabro juego importado, aparentemente, del norte de África y el Medio Oriente– los xenófobos tendrán entre manos una renovada oportunidad para ser escuchados. Los argumentos contra los gastos burocráticos de Estrasburgo tampoco son determinantes. Lo que unos presentan como un costo, los otros lo presentan como una inversión que genera más ingresos.

El asunto, finalmente, parece reducirse a la centenaria pregunta del control soberano: ¿quién decide lo que se hace en las orgullosas islas británicas? La tesis de Dehio no sirve para generar una respuesta normativa. En tiempos globalizados, la pregunta es si acaso el Reino Unido tiene la posibilidad real de restarse de la Unión Europea sin quedar igualmente sometida a sus dictámenes en materia de regulación y legislación internacional. Noruega, por ejemplo, no es parte de la Unión Europea. Sin embargo, algunos de sus líderes se quejan de que no les queda más opción que someterse a los estándares comerciales, laborales y medioambientales fijados por ésta, pero sin las ventajas de estar sentados en la mesa donde se toman las decisiones. Por otro lado, ya no son Hitler ni Napoleón los que buscan imponer sus términos de expansión. La Unión Europea es un esfuerzo colectivo que, con todas sus fallas, invita a la admiración de los pueblos. Los principios que la fundan –el respeto a los DD.HH. y un compromiso con la democracia liberal– distan del superestado que vive en las pesadillas de Boris Johnson. Quizás por lo mismo, no le queda otra que recurrir a una analogía efectista. Pero, como observaba Godwin, ése es un síntoma de que la discusión se está perdiendo. •••

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