No sé qué edad tengo exactamente. Según mi carnet de identidad tengo 46 años, pero nunca me he sentido cómodo con los años que se me atribuyen. De niño era un viejo chico mal portado. Tenía amigos mayores y auscultaba las conversaciones de mi padre. Quería crecer para disfrutar de los placeres de los que hablaban mientras oía en un rincón. Me consolaba leyendo con rock de fondo. Al poco tiempo estaba en una etapa llamada adolescencia, donde aún era más confuso para mí determinar cuántos años tenía. Sentía que había perdido la candidez, sin embargo, no podía acceder a una serie de experiencias que anhelaba. Satisfacer las pulsiones que sentía implicaba salvar dificultades. Había películas a las que no podía entrar, el alcohol tenía que comprarlo a la mala y el sexo era una obsesión difícil de aquietar. Me creía capaz de todo, pero no podía ejercer mis aspiraciones. Seguí leyendo para evadir y al rock le sumé el callejeo. Horas perdidas en cunetas, plazas y antejardines cercanos a mi casa. Jugaba fútbol y daba vueltas hasta la noche con mis amigos. Merodeaba, existía esa posibilidad. Recuerdo la humillación que sufrí una vez que me fue a buscar mi madre mientras los otros se quedaron fumando.

Cuando obtuve la libertad de quedarme hasta tarde, de salir sin dejar mucho rastro y fumar a destajo, continuaba en el colegio. Iba a jugar pool, al bar del Parrón y me paseaba por el centro con un par de amigos tras algún antídoto contra la ansiedad. Conocía las librerías de viejos de San Diego con precisión. Tenía claro que vivía en una dictadura. Lo que me confundía era mi real edad en ese momento. Todo estaba desajustado. Mis padres me parecían menores, los veía como personas ingenuas. Era más radical que ellos. Quería empezar a tomar cartas en varios asuntos, pero ocupaba pantalones grises de colegio y me juzgaba ridículo. 

Decidí –entonces– suprimir mi edad como una cuestión digna de esclarecer. Abusé del presente continuo, veía en él la única posibilidad de apreciar la vida. Me seducía la idea de que uno podía habitar distintas épocas a nivel mental. Les daba más valor a los siglos que a los días y las horas. Incluso hice mi tesis universitaria sobre el poeta latino Marcial. Sostenía que nuestra cultura, en el fondo, era parte del Imperio Romano en plena decadencia. Y nunca saldríamos de los problemas con los bárbaros. No había cumplido los 30 años y sobre mí pesaba una toga invisible de anciano.

Casado, con dos hijos, consideré que había entrado a un período nuevo en el que era responsable de otros, por lo tanto, debía cuidarme. La madurez me había alcanzado vestido como joven, con mañas desarrolladas y fobias que sanar. La insolencia de la que me vanagloriaba y la ira que me movía estaban dando paso a emociones menos eléctricas y más intensas. Mi vida empezaba a ser espesa. Al menos eso noté luego de estar internado unos días por una enfermedad súbita, rara y  hereditaria. El pasado comenzaba a pesar. El miedo y lo siniestro se instalaron con rostro de advertencia. Huir y escurrir dejaron de ser dos verbos que conjugaba con habitual desenvoltura. Era mi cuerpo el que insistía en que revisara mi existencia. Vivía sin conciencia de las marcas que dejan las horas. Llegaba a su fin el presente incesante al que me había sometido con ambiciones y furias.

Decidí dejarme bigote para ver físicamente cómo se manifestaba el tiempo. Ver cómo crecía de un día para otro era una lección mortal. Las canas empezaron a invadir mi barba. Mi ánimo, a pesar de todo, se mantenía fuerte, decidido a no aflojar. Mi carácter estaba coloreado en mis gestos. Pasar las cuatro décadas no es una estación terminal, sino que una etapa de conexiones y transbordos mentales. Lo que venía con el impulso de la inercia necesita pasar por un escrutinio. No hay paciencia, ni ganas y menos espacio en la agenda para todo lo que uno añora. Ciertas aspiraciones se disuelven solas y otras se suspenden hasta nuevo aviso. Disfrutar y angustiarse son palabras que cobran una gravedad distinta, patética, y que se incrustan en la vida cuando la edad que asumimos no coincide con la que realmente ven los demás en nosotros. Así se asoma la vejez, por contraste. Pasa su ala invisible por nuestras caras distraídas.

Mis hijos –más astutos y altos que yo– hace poco me insinuaron que no era apropiado que me comprara determinada mochila para reemplazar un bolso. Evité discutir con ellos. Se ríen de mis gustos musicales y me preguntan de mi pasado con afanes arqueológicos y humorísticos. Y más de algún zalamero me trata de “don” o de “usted”. Nadie me escribe con emoticones. Ni puedo deleitarme con estilos musicales populares como el trap. El animé es una cultura que desconozco. El Pato Lucas y Míster Magoo son mis héroes. Lejos de ser un drama, es un alivio dejar de entender o percibir todos los estímulos. Y si bien no sé qué edad me corresponde por mis actos y dichos, al menos sé que tampoco debo evitar preguntarme dónde estoy parado y qué hora es. Más que en avanzar pienso en tácticas para refugiarme en el yo trizado, contradictorio. Las entelequias del futuro han sido clausuradas. Llegó la hora de revisar sin nostalgia el pasado y de hablar francamente a título personal.