Soy de los que creen que hay que cuidar al contralor. Pero pienso que el contralor debe cuidarse también a sí mismo y no transformarse en un personaje de la farándula y la batalla política cotidiana. Por Ricardo Solari

La sucesión de hechos de corrupción, faltas de probidad o confusas situaciones que afectan a instituciones de gobierno y municipalidades, y que involucran a empresas públicas y privadas, se ha transformado en una epidemia que ataca a la moral pública y la fe de los ciudadanos.

Muchos le sacan el quite a este peliagudo y actual tema y tratan de soslayar el problema de fondo abriendo debates respecto del nivel de Chile en relación a otros países o planteándose desde la perspectiva histórica, señalando que lo de hoy es juego de niños respecto de otros momentos en nuestra historia.

Pero más allá de si somos más corruptos que en el pasado, o de si estamos peor o mejor en los ranking internacionales, la cuestión decisiva es si somos o no capaces de crear barreras sólidas que impidan que se cree un clima de corrupción generalizado que afecte la actividad económica y la calidad de vida, como fatalmente ocurre en la mayoría de los países del continente, donde todo el aparataje estatal, incluyendo jueces y policías, termina sometido al soborno.

Es relevante educar en valores. Convicciones religiosas y preferencias políticas bien fundadas y sustentadas en doctrinas ayudan a crear en los ciudadanos un blindaje de principios. Pero, para efectos de salvaguardar la moral pública, por sobre todo creo en la importancia de una Contraloría sólida y respetada y más que en la institución, en la figura de su jefe: el contralor, sea quien sea el que ejerza el cargo al momento que toque.

Porque, como en todas las cosas de la vida, lo que importa, junto con la voluntad de los seres humanos para actuar de un modo correcto, es que exista un orden sistemático de premios y castigos que actúe como incentivo o desincentivo ante las prácticas corruptas. En el ordenamiento jurídico chileno, ese andamiaje es la Contraloría. Y en ella, como en toda institución esencialmente jerarquizada, es la persona que ejerce el mando quien establece la impronta institucional.

Los ambientes de control en las empresas inhiben el robo, grande y pequeño, y en el Estado el control “ex ante” instala una dimensión preventiva que evita la tentación y corrige procesos fuera de orden o ajenos a la probidad.

Los procedimientos administrativos que indican un único modo correcto de proceder en el ejercicio de los actos públicos –en particular, en lo que se refi ere a las millonarias transferencias a privados– podrán a veces ser lentos, a veces engorrosos, pero son de una importancia mayor de la que imaginamos.

Quienes hemos tenido la oportunidad de trabajar en el sector público sabemos que ese control inevitablemente acarrea demoras (la famosa toma de razón de los decretos), pero conjura impaciencias que pueden ser la fuente de inmensos desaguisados y arbitrios.

Entonces, el rol del contralor es clave para darle relieve, fuerza y legitimidad a ese ambiente de fiscalización, indispensable para que la probidad sea la regla en la administración pública. Y, también, como espejo para que el sector privado promueva las buenas prácticas y desaliente a los pillos y a los audaces.

Hoy tenemos un contralor que tiene características nuevas. La primera es que no es un hombre de carrera: proviene desde fuera de la Contraloría. Y eso es bueno, porque le da la posibilidad de actuar con menos compromisos y así introducir aire fresco en esa vetusta institución. La segunda, es que fue propuesto en el Parlamento desde la oposición y, por tanto, su independencia respecto del Ejecutivo está fuera de discusión.

Por ello, yo soy de los que creen que hay que cuidar al contralor. Pero pienso que el contralor debe cuidarse también a sí mismo y no transformarse en un personaje de la farándula y la batalla política cotidiana. Demasiada exposición mediática en medio de la trifulca y la contienda electoral que se avecina puede ser fatal para el prestigio del hombre que es responsable de salvaguardar el rigor de los actos administrativos.

En un ambiente lleno de sospechas, las filtraciones, transformadas en “exclusivas de prensa”, no abonan en favor de la calidad de la comunicación de la Contraloría, la que debería estar cargada de solemnidad y certeza.

La imparcialidad del contralor debe notarse en una gestión despolitizada, en la que deberes tales como recibir a los mandatarios de toda índole no lo obligue a un acto continuo de fotografías y palmaditas. Que hablen por él sus dictámenes e informes, que la doctrina del “caiga quien caiga” se haga patente y que, en ambas veredas de la vida política nacional, se sienta la fuerza de las normas.

La contundencia e imparcialidad del contralor Mendoza, en los momentos que vive el país, es fundamental para encauzar el espíritu de la nación hacia estándares más altos de decencia y probidad.

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