Por Cristóbal Bellolio
Académico de la Escuela de Gobierno UAI

La mayoría de los analistas políticos que hicieron evaluaciones del gobierno de Sebastián Piñera coincidieron en que–por fin– se había desdramatizado la alternancia en Chile. Después de una dictadura de 17 años y una Concertación que duró 20 en el poder, prácticamente dos generaciones de chilenos no estaban acostumbrados a la idea. Independiente de las evaluaciones puntuales, en general se instaló la sensación de que los cuatro años de la derecha en La Moneda fueron terapéuticos para ir cerrando algunos ciclos.

A ningún político le gusta abandonar el poder y todos lo persiguen cuando no lo tienen. Por eso la relación que tienen con la idea misma de la alternancia es de amor y odio. De amor, cuando en nombre de la alternancia reclaman su turno. De odio, cuando es la oposición la que ondea esa bandera. La primera pregunta que deja planteada esta columna es cuánto creen realmente nuestros actores políticos en la necesidad de alternar razonablemente en el poder, como una manera de aceitar la democracia cada cierto tiempo. No estoy seguro de que todos compartan que se trata de un fenómeno higiénico deseable.

En plena ceremonia de cambio de mando, el diputado comunista Hugo Gutiérrez escribió en su cuenta de Twitter: “Se retira Piñera y su gabinete del Congreso Nacional, y nosotros nos quedamos con la convicción y esperanza q no vuelvan más!” Más allá de revelar un gesto poco amistoso, no debería extrañarnos demasiado viniendo del PC. El régimen chavista en Venezuela ha transformado –y penetrado– tan profundamente las instituciones de ese país, que cuesta bastante imaginarse un gobierno de signo distinto después de 15 años. Aunque se someten a elecciones según la ritualidad constitucional, la percepción que transmiten es que ellos son los dueños del Estado. Recordemos que el PRI mexicano gobernó 71 años en una democracia nominal. Por ello se ganaron el apodo de “la dictadura perfecta”. La interrogante es si acaso Gutiérrez y los suyos consideran que ése es el camino que Chile debe tomar, bajo la premisa básica de que un gobierno de centroderecha constituye siempre y por definición un retroceso.

A diferencia de otros países de la región, Chile no tiene reelección inmediata. Por lo tanto, la sucesión de Bachelet en cuatro años más es un tema que ya está sobre la mesa. La segunda pregunta, entonces, es si acaso inauguró realmente Piñera la era de la alternancia en Chile, o por el contrario fue sólo golondrina de un verano. Depende. Si consideramos el estado de su coalición, se le ven pocas perspectivas para el 2017. La UDI y RN viven procesos complejos de renovación interna, clarificación ideológica y posicionamiento de liderazgos propios. En varios sentidos parece que el nuevo Chile los dejó atrás. Sin embargo, si consideramos las expectativas del propio Piñera, las posibilidades están intactas. Salió del gobierno con un 50% de aprobación y probablemente nadie le haga sombra en las primeras mediciones presidenciales de este año. Pero también hay que ver qué ocurre con la gestión de Bachelet. Sin su rutilante figura en competencia, emergen por defecto sus hijos políticos: Andrés Velasco y Marco Enríquez-Ominami. Uno hacia el centro, el otro hacia la izquierda. Paradójicamente, ninguno dentro del gobierno. Ni siquiera formalmente dentro de la Nueva Mayoría. Si Bachelet no consigue levantar figuras presidenciales en el seno de su gabinete durante los primeros años, no es descabellado que busque proyectar su obra en uno de sus retoños descarriados aprovechando que ya están posicionados. No puede cometer el error de su anterior gobierno, cuando en lugar de parir un sucesor desde La Moneda, dejó que los partidos recurrieran al baúl de los recuerdos a discutir si la mejor carta era Frei, Lagos o Insulza.

Por tanto, nada está dicho sobre el 2017 ni sobre la alternancia en general. Hubo un difícil momento durante el mandato de Piñera, en el cual se comentó que después de esta traumática experiencia la derecha no volvería al poder en décadas. Así de mal estaba la cosa. Ese temor parece hoy exagerado. La tarea es ardua si la Alianza –o lo que salga de este proceso de reinvención– quiere regresar al poder. Requerirá algo más que un manito de gato. Con los mismos de siempre no se va a poder. Sin embargo, no es una utopía. Puede pasar incluso más temprano que tarde si se tocan las teclas correctas y la Nueva Mayoría regala su ventaja.

Lo interesante es que para los chilenos que adquirieron conciencia política después de 1990, por fin hay puntos de comparación. Aprendimos, entre otras cosas, que en el ejercicio del poder democrático la superioridad moral no existe. Concertación y Alianza usaron las mismas triquiñuelas para sacar ventajas comunicacionales, se pelearon internamente por cuotas de poder e instalaron a los amigos. Como oposición tampoco fueron tan distintas: aprobaron los proyectos que tenían que aprobar y, en general, usaron un doble estándar criticando lo que ellos mismos hacían. Una cierta deshonestidad intelectual –” si el bono lo entrego yo, es bueno. Si lo entregas tú, es malo”. “Si a los funcionarios los echo yo, es bueno. Si los echas tú, es malo”– se empieza a convertir en una externalidad negativa inevitable de la alternancia. Pero mejor eso que una dictadura perfecta, ¿no?

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