Por Cristóbal Bellolio/ Desde Londres

Acabo de terminar de ver la última temporada de la serie The Tudors, que cuenta los avatares del reinado de Enrique VIII en el siglo XVI británico. Por supuesto que la intriga y el morbo giran casi siempre en torno a sus celebradas dotes amatorias, pero no es menor la atención que se le dedica a la reforma protestante y sus efectos. Contra las reglas del Vaticano, los grupos reformistas buscaban la posibilidad de leer directamente los textos sagrados. De esta manera, se libraban de la interpretación de las Escrituras que hasta entonces correspondía en forma exclusiva al clero, abriendo un periodo de discusión teológica sin precedentes entre la población común. Un amigo sociólogo me explicó que justamente la Ilustración europea se concibe como una expresión –o quizás un efecto- de esta verdadera “cultura del texto”, bajo la cual los argumentos son evaluados en su mérito; idealmente, con un espíritu abierto de mente y promotor de la discusión pública. Nosotros los latinoamericanos, en cambio, vivimos bajo el influjo de la contrarreforma española y de sus múltiples manifestaciones barrocas. El texto, nos dijeron los evangelizadores católicos, no era tan relevante como el símbolo merecedor de adoración. La discrepancia sobre el dogma era sospechosa de herejía. Nos criamos, por así decirlo, en una cultura que no aprendió a discutir en torno a la palabra escrita, sino a confiar nuestras creencias a íconos y formas. Hoy, la evidencia nos golpea en todas partes. Me interesa llamar la atención sobre la manera en que abordamos las cuestiones públicas, especialmente en las diferencias en cómo nos enfrentamos en la arena política. Mientras los debates que he podido presenciar en Londres giran en torno a ideas y contenidos, en Chile mi experiencia ha sido la opuesta: las discusiones tienden a caen en la descalificación del adversario. Comparar los rounds que protagonizaron Cameron, Clegg y Brown en las pasadas elecciones con lo que vimos entre los nuestros a fines de 2009 es desalentador. Me dirán que los ingleses son conocidos por su temperamento flemático y su caballerosidad. Pero no creo que les hierva menos la sangre que a nosotros cuando llega la hora de disputar posiciones. No, se trata de otra cosa. Sencillamente, poseen la especial capacidad de separar personas y argumentos. Pueden trapear con los segundos, dejando incólumes a las primeras. Por el contrario, unos pocos años como columnista me han enseñado que, en general, en nuestro país estamos acostumbrados a matar al mensajero y olvidarnos del mensaje. En lenguaje de comentarista deportivo, no vamos al balón sino a la canilla del rival. Si no me cree, dé una vuelta por los blogs de los medios habituales. Ante la falta de “cultura de texto”, optamos por una estrategia intelectualmente más económica: disparar contra los autores. Los desacuerdos sustantivos se transforman automáticamente en juicios sobre intenciones y moralidades. No es inusual que algunos comentarios simplemente omitan referirse a la columna y opten por ir directamente sobre la presa. Seguramente, me dirá algún psicólogo, estas instancias funcionan como catarsis colectivas. Puede ser. Pero para efectos de construir, razonar y deliberar, son escasamente productivas. ¿Está a nuestro alcance ponernos al día? ¿Podemos convertir la lectura crítica en un hábito nacional? Me considero escéptico. Pero eso no impide intentarlo. No sólo ganaríamos en autonomía individual e independencia jerárquica a nivel ciudadano, sino que un ejercicio extendido de esta virtud podría ser clave para mejorar las condiciones de nuestro debate político. No derriba los muros ideológicos ni elimina el conflicto –cuestión que no es enteramente deseable-, pero provee a los participantes de herramientas que atenúan la violencia verbal, el sarcasmo venenoso y la falta de respeto entre pares. El balón puede seguir siendo fieramente disputado, pero la canilla del adversario queda a salvo para el siguiente partido.

  • 24 Marzo, 2011

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