Para Chile, septiembre es un mes complejo. Estas fechas traen festejo y reflexión. Para la ciencia política, los eventos en Chile hace cuarenta y cinco años contribuyeron a una larga discusión sobre cómo se quiebra la democracia. ¿Cuáles son los factores que contribuyen a una crisis tan grave y profunda que las instituciones políticas son incapaces de resolver? ¿Quién hubiera pensado que hoy serían los estadounidenses quienes enfrentarían las mismas preguntas?

Las probabilidades de que la presidencia de Donald Trump terminaría en algún tipo de crisis siempre fueron bastante altas. Si bien aún no llega a su fin, en los últimos días ha surgido un ambiente palpable de crisis, del tipo que podría significar, tarde o temprano, el fin de la presidencia. 

Dos hitos (supuestamente) individuales, pero relacionados, han creado la sensación de pánico dentro de la Casa Blanca. Primero, la publicación del último libro de Bob Woodward, periodista que hace casi medio siglo, junto con Carl Bernstein, reveló el vínculo entre Richard Nixon y los crímenes de Watergate. Segundo, la editorial anónima en The New York Times, supuestamente escrita por un alto funcionario del gobierno estadounidense, confirmando la existencia de esfuerzos de un grupo de personas de limitar el daño que podría hacer un presidente que consideran poco inteligente, con cero preparación y, por lo tanto, muy peligroso para su país y el mundo. Su propio jefe de gabinete, el general Kelly, lo tilda de “idiota”.

Lo que ha salido a la luz es a la vez preocupante y tranquilizador. Preocupante porque se confirma que los que tratan diariamente con el presidente de los Estados Unidos consideran que el mandatario reúne tres características: falta de inteligencia, corrupción y ausencia de cualquier tipo de brújula moral. También es preocupante porque las acciones de los asesores, tal como han sido descritas, podrían constituir, como escribe Woodward, una especie de “golpe de Estado administrativo, socavando la voluntad del presidente de los Estados Unidos y de su autoridad constitucional”. En Chile sabemos que la estrategia de pasar a llevar la institucionalidad para salvarla no suele terminar bien.  

Por el otro lado, tal vez nos debiera tranquilizar saber que hay gente dentro de la Casa Blanca que se dé cuenta de que Trump puede tomar decisiones impulsivas, irracionales y peligrosas, y trabaja para evitarlas. 

Pero más aún, lo publicado en las últimas semanas confirma una de las grandes dudas que habían surgido después de la elección de Trump: si las instituciones funcionarían bajo la constante presión de las tendencias autoritarias de la presente administración. Sabemos, de nuestra propia historia y la de otros países, que la democracia no solamente se destruye gracias a la agencia de un individuo, sino de la incapacidad de las instituciones de responder adecuadamente. En su reciente bestseller, Cómo mueren las democracias, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt estudian casos de debilitamiento o retraimiento democrático alrededor del mundo, los que comparten cuatro elementos fundamentales: sus líderes, casi siempre democráticamente electos, empiezan a despreciar las reglas del juego democrático; no solamente critican a sus contrincantes políticos, sino que cuestionan su legitimidad; promueven, explícita e implícitamente, la violencia. Y, finalmente, comienzan a restringir las libertades asociadas con la democracia, especialmente la libertad de expresión y de la prensa. 

Levitsky y Ziblatt observan que Donald Trump utiliza todas estas estrategias. Efectivamente, las tradicionales limitaciones y contrapesos institucionales al poder de Trump han fallado. El Congreso, controlado por el Partido Republicano, no ha estado dispuesto a pararlo, y el poder judicial parece estar cada vez más controlado por partidarios del presidente. En estos días, la gran pelea en el Congreso ha sido justamente sobre la confirmación de Brett Kavanaugh, un juez trumpista que piensa que son casi nulos los casos en que se pueden cuestionar las decisiones presidenciales. 

De los factores de riesgo que identifican Levitsky y Ziblatt, es la libertad de expresión y de prensa la que más ha resistido los ataques del presidente, y la que más chances tiene de llevar a su caída. Trump lo sabe, lo que explica sus esfuerzos constantes de deslegitimar la prensa y los fake news.

Bob Woodward, el autor anónimo de la columna, y muchos otros periodistas han mostrado que la prensa libre es indispensable para investigar, cuestionar y dudar. 

La política, sin embargo, es un ecosistema, y la prensa sola no podrá llegar tan lejos. En algún momento, como ocurrió con Watergate, los partidos políticos y la justicia tendrán que estar dispuestos a tomar la batuta, a investigar las acusaciones que se han hecho y determinar culpas. 

El peligro que hoy enfrenta Estados Unidos y, desde luego el mundo, es que a Trump no le gusta perder y hará todo lo posible por no permitir que le ganen las instituciones por las cuales tiene tanto desprecio. Que el presidente de los Estados Unidos empiece una guerra, o se aproveche de los ataques en su contra para no respetar los resultados de las elecciones de medio término en noviembre, suena como el complot de una película de Hollywood. 

Pero si nos hubieran sugerido hace unos años que el presidente podría jactarse de haber acosado sexualmente a una mujer, que podría pagar cientos de miles de dólares a una actriz porno para ocultar su relación, o que se pasaría el día del funeral de un respetado senador jugando golf –y que estas cosas causarían prácticamente ningún impacto en la opinión pública–,  también lo hubiésemos considerado política ficción.