Doctor en Ciencia Política, académico de la Universidad de Chile

Es poco probable que el New Yorker, cuando le pidió a Hannah Arendt que fuera a cubrir el juicio de Adolf Eichmann en 1961, esperara que surgiera de sus observaciones una polémica expresión que hasta el día de hoy se malentiende. El término que usó Arendt para describir lo indescriptible, es decir, cómo una persona aparentemente normal y poco excepcional pudo haber diseñado e implementado la Solución Final, fue “la banalidad del ma”.

Para Arendt, “el mal surge de una falta de pensamiento. Desafía al pensamiento porque, apenas el pensamiento intenta enfrentar el mal y examinar las premisas y los principios desde los que nace, se frustra porque no encuentra nada allí. Esa es la banalidad del mal”.

Muchos interpretaron la definición de Arendt como una justificación de los crímenes cometidos. Pero no fue su intención. Lo que Arendt observó en Eichmann, y lo que este expresó durante su juicio, fue la manera en que una persona que no quiere o no puede pensar se refugia dentro de racionalizaciones que ofrece el lenguaje y de las excusas que brinda la burocracia.

El mal es banal porque la flojera intelectual se esconde detrás de construcciones legales o seudocientíficas. No es necesario pensar, solo obedecer. Lo moral y lo justo son reemplazados por lo legal y lo institucional. Como consecuencia, las instituciones que animan o permiten el pensamiento crítico –la prensa, la academia, incluso los tribunales de justicia– deben ser dominados o destruidos. En otras obras, Arendt profundiza sobre las herramientas necesarias para lograr estos objetivos, tales como la propaganda política.

Las historias sobre Donald Trump y el primer año de su gobierno que han salido a la luz a partir de la publicación del nuevo libro de Michael Wolff dejan en evidencia que el presidente de los Estados Unidos es un caso de estudio arendtiano. El libro, desde luego, ha sido criticado por depender demasiado del chisme y por ofrecer una imagen casi caricaturesca del presidente, pero el retrato que se presenta es bastante consistente con lo que uno ve en la televisión, en Twitter y durante las casi cuatro décadas de vida pública de Trump. Se puede dudar de los detalles o los diálogos presentados por Wolff, pero en lo grueso se aprecia a una persona floja, que dedica horas a ver televisión y tuitear, con cero interés por la política pública y que no inspira el respeto siquiera de las personas que lo rodean en la Casa Blanca. Como diría Arendt, falta de pensamiento.

Como observó James Fallows en The Atlantic, la verdadera tragedia no es que Donald Trump sea como sea –una persona excepcionalmente poco preparada para ocupar la Oficina Oval–, sino que, a pesar de sus evidentes carencias intelectuales y morales, tanta gente estaría dispuesta a seguir apoyándolo y defendiéndolo. Es ahí donde la experiencia Trump se asemeja aún más a lo vivido por Arendt.

Porque la banalidad en la banalidad del mal es aquella de los seguidores, no de los líderes, la de personas comunes y corrientes cuya amoralidad surge de su deseo de no tener que pensar, sino de solo seguir. Es la banalidad de congresistas que ven en Trump la oportunidad de avanzar con su agenda legislativa, aunque esté acompañada de xenofobia, o de empresarios que se alegran al ver la bolsa subir de valor, sin considerar que sus empleados se quedarán sin salud. Y, por cierto, de votantes que no se molestan cuando el gran líder habla de “países de mierda”, a pesar de que un tercio de la población de los Estados Unidos es de ascendencia africana o latinoamericana.

Pero ese es, precisamente, el plan. Deshumanizar a los inmigrantes y deslegitimizar a las instituciones, de manera que las únicas entidades que importan son las que controla Trump, y los únicos humanos que valen son los que se parecen a él. Para los banales –los que no piensan–, la mentira se convierte en la verdad y viceversa, hasta que, como dijo Arendt, “ya nadie cree nada”.

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