Se han ensayado distintas teorías para explicar el estallido social chileno. Algunas son de corte marxista, otras de textura liberal. Las primeras apuntan al grado de desigualdad material que produce un modelo de desarrollo capitalista donde unos pocos concentran la riqueza a expensas de los trabajadores. Las segundas apuntan a las frustraciones y expectativas insatisfechas de un modelo que prometía expandir la fiesta del consumo y democratizar el acceso a bienes y servicios que reflejan estatus y autonomía. Para las teorías marxistas, la solución pasa por derribar el modelo. Para las teorías liberales, la solución pasa porque el modelo cumpla su promesa. Sin perjuicio de la validez de ambas interpretaciones, aquí propongo una aproximación alternativa a la movilización social y a la forma en la cual ha construido inorgánicamente su relato justiciero. 

La aproximación que propongo es Nietzscheana. En La genealogía de la moral (1887), el filósofo alemán sostiene que la idea de lo bueno y lo malo han invertido su significado a través del tiempo. En la vieja Roma, cuenta nietzsche, lo bueno estaba vinculado a los valores aristocráticos, a imagen y semejanza de la contextura, nobleza y carácter de los patricios. Lo malo; en cambio, era lo abyecto, lo bajo, lo pobre, a imagen y semejanza del mendigo que se presumía mentiroso, ladrón, flojo y borracho. Hasta que llegaron los judíos y afirmaron todo lo contrario: los poderosos son los malos, los oprimidos son los buenos. Una narrativa conveniente, piensa Nietzsche, para una nación acostumbrada a la esclavitud y la persecución. La paradoja de esta historia es que fue Jesús de Nazareth, el judío que los judíos mandaron a matar, quien consolidó esta inversión de significados con los grandes éxitos de la naciente ética cristiana: los últimos serán los primeros, es más fácil para un camello pasar por el ojo de un aguja que para un rico entrar al reino de los cielos, bienaventurados los mansos porque ellos heredarán la tierra, los envío como corderos entre lobos, si te golpean una mejilla entrega la otra, etcétera. La moral judeocristiana, en resumen, trocó para siempre la noción de lo bueno y de lo malo que tenían los romanos. Es cosa de mirar la historia: salvo el breve destello de valores clásicos que observamos en el Renacimiento, Judea se ha impuesto sobre Roma una y otra vez. La Revolución francesa, según Nietzsche, es su máxima expresión moderna: los buenos son los revolucionarios de la liberté, égalité, fraternité, que a punta de resentimiento acumulado pasan por la guillotina a la familia real y a toda la jerarquía social que oliera a antiguo régimen, los malos de la película.

La escena del movimiento social chileno acusando a la elite política, económica y social de secuestrar en su favor las instituciones y abusar de su poder tiene mucho de Judea contra Roma. Hubo un tiempo reciente en el cual la sociedad chilena destacaba las virtudes patricias. Nuestros empresarios eran máquinas de crear empleo y nuestros políticos eran sobrias excepciones en un contexto regional bananero. Hoy, en cambio, los poderosos están en entredicho por el mero hecho de serlo. Un rayado que dijera “Los señores están liquidados; la moral del hombre vulgar ha vencido” -así lo sintetiza Nietzsche- estaría a tono con la movilización. Porque si algo caracteriza al movimiento social -probablemente a todos los movimientos justicieros- es la exaltación de sus propias virtudes y la parcialidad frente sus defectos. Sus participantes insisten en que las formas violentas o destructivas de protesta no son verdaderamente parte del movimiento, como si uno pudiera excluir a los primos indeseables de la familia. Algo de ese narcisismo está retratado en su iconografía Marvel. En lugar de promover liderazgos con nombre y apellido -porque esos siempre tienen tejado de vidrio y son vulnerables a la funa- sus héroes usan capucha y antifaz, cuando no disfraz completo. La llamada “primera línea” -los muchachos que enfrentan a Carabineros para permitir que la manifestación pueda desarrollarse a sus espaldas- ha sido elevada a categoría mitológica: son nuestros 300 enfrentando al ejército infernal de Jerjes.

Pero esta inversión de valores tiene una expresión más nítida, aunque filosóficamente más compleja: la idea de que los pecados de la elite son peores que los pecados del pueblo. En tiempos de Roma, los delitos de cuello y corbata se tienen por desajustes menores. Por el contrario, se encarcela la pobreza. En tiempos de Judea, el reproche de las faltas depende de su magnitud. El pueblo saca la calculadora y concluye que colusiones, evasiones y perdonazos suman mucho más que las pillerías de los plebeyos. Es la derrota de la tesis del cura Berríos, que hace algunos años advertía que “todos tenemos un Penta chiquitito”, es decir, que todos somos infractores con independencia de la magnitud del daño. Es una tesis kantiana, porque lo que importa no es la consecuencia, sino la buena voluntad. En estas semanas, se ha impuesto la tesis opuesta: el tamaño del Penta sí importa. Eso explica que el movimiento no haya juzgado nunca las evasiones masivas del Metro y haga gimnasia retórica para contextualizar los costos que está sufriendo el país, como si no le correspondiera hacer ninguna crítica moral hasta empatar el saqueo de la elite. 

Judea, eso sí, carga con una promesa: su “odio creador” debe dar paso a un “amor nuevo”. No sirve el resentimiento seco ni la rabia como combustible anímico si no se construye un orden social renovado donde plasmar esos valores. En ese mundo, advierte Nietzsche, hasta Roma se judaíza.

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