Académico de la Escuela de Gobierno UAI

A propósito de los tiempos que corren en Chile, algunos analistas e intelectuales han recordado que Gramsci definía la crisis como el proceso histórico donde “lo nuevo no acaba de nacer, y lo viejo no termina de morir”. Los nuevos movimientos políticos y sus figuras están todavía muy verdes, mientras los partidos tradicionales y sus liderazgos establecidos ya se pasaron de maduros. Estamos, entonces, en un período de interregno: intuimos que las alianzas y códigos políticos de la transición están en su hora final, pero aún no se avizora con claridad cuáles serán las estructuras organizacionales y los modos de relación de los nuevos actores.

Hace poco, diversos medios de comunicación llamaron la atención acerca de un fenómeno relativamente desconocido para el comúnmente predecible paisaje político chileno: según una conocida encuesta, ocho de cada diez chilenos no votaría por ninguno de los clásicos presidenciables. Sebastián Piñera puede decir que puntea la carrera, pero llegando apenas a los dos dígitos en menciones abiertas. Es decir, asistimos a un cuadro de desesperanza pocas veces visto a dieciocho meses de la próxima elección presidencial. La ciudadanía está reluctante ante la idea de volver a patrocinar personas y grupos cuyo desgaste es evidente. Si la necesidad fuese de pura autoridad y crecimiento, la fantasía de la contienda Piñera versus Lagos debiese entusiasmar a sectores amplios de la población. Pero aquello no ocurre. Si los partidos de la Nueva Mayoría deciden finalmente peregrinar a Caleu, será una peregrinación solitaria y con semblante de resignación.

Un vespertino capitalino quiso medir, por su parte, a los políticos chilenos más admirados. Nuevamente llamó la atención que entre los diez primeros se ubicaban varias jóvenes promesas. Por supuesto que también aparecen Lagos y Piñera. Pero la punta la tiene por lejos Giorgio Jackson, seguido de Gabriel Boric. He aquí la novedad: ninguno de los dos diputados tiene la edad legal para competir por la presidencia. Otra novedad: ninguno de los dos pertenece a partidos tradicionales. Un poco más abajo aparece Camila Vallejo, que tampoco ha cumplido los 35 reglamentarios. Del mundo de la derecha, no están Lavín ni Allamand. Sólo aparecen Felipe Kast y Jaime Bellolio.
Ninguno ha cumplido cuarenta. El primero fundó un movimiento fuera de las fronteras de la UDI y RN. Falta poco para que el segundo haga las maletas y se largue del gremialismo si los coroneles no sueltan la teta (Lamarca dixit). Es decir, lo nuevo va en ascenso, pero es aún muy nuevo para una cultura política que en los últimos lustros se acomodó en torno a un elenco inmutable, omnipresente, sempiterno.

Pudo existir, sin embargo, un puente generacional entre la generación que condujo la transición y aquélla que nació en democracia. Allí están Andrés Velasco, Marco Enríquez-Ominami, Manuel José Ossandón, Claudio Orrego, Carolina Tohá, José Antonio Kast, por nombrar sólo algunos. No están pasados ni tampoco muy verdes. Están a punto, en jerga culinaria. Muchos de ellos, lamentablemente, se vieron arrastrados por el aluvión de porquería que se llevó a prácticamente toda la clase política chilena en los últimos años. No pudieron hacer nada ante la fuerza telúrica del encabronamiento generalizado, que no distingue con precisión entre culpables reales y aparentes. Otros sencillamente fueron demasiado respetuosos con sus padres políticos. Caminaron tanto tiempo de la mano, esperando instrucciones, que ahora resulta difícil distinguirlos. Son, como muchos de ellos reconocen, la generación perdida. Lo intuyeron cuando se los madrugó ME-O en 2009. Lo confirmaron con las movilizaciones del 2011. Siguen siendo, para la salud del sistema político chileno, mejor alterativa que hurgar en el baúl de los ex presidentes.

Algunos han advertido que este complejo período de interregno podría ser llenado por la vocación de poder de un líder populista. No es enteramente descartable, pero no hay figuras rutilantes con este perfil. Aunque Leonardo Farkas consigue adhesiones espontáneas, éstas oscilan en torno a los cinco puntos. Otros se han convencido de la necesidad de levantar caras no tradicionales, ojalá identificadas con el discurso de probidad, transparencia y testimonio social. Es decir, llenar el espacio vacío con reformadores de la moral pública. La escoba –para barrer la corrupción– no es un símbolo desconocido en nuestra historia republicana.

Mientras tanto, los brotes verdes de la política chilena buscan madurar a la fuerza. Tanto Evópoli como Revolución Democrática se dieron el trabajo de recorrer Chile buscando firmas para inscribirse como partido con todas las de la ley. Otras fuerzas políticas emergentes aspiran a lo mismo. La ruta pudo ser más sencilla si en lugar de construir orgánicas paralelas hubiesen optado por renovar las estructuras partidarias tradicionales. Pero tomaron nota –astutamente– del penoso ejemplo de la generación perdida. Además, la narrativa épica de la recuperación de la democracia llega demasiado diluida a los oídos de un veinteañero promedio. Los partidos pudieron ser activos en el proceso de tiraje a la chimenea. Si lo hubiesen hecho, quizás se habrían evitado la incómoda competencia que ahora los acecha. Pero últimamente hemos descubierto no sólo que no eran tan probos, sino que tampoco eran tan visionarios. Ahora todos nos enfrentamos a la incertidumbre del interregno. •••

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