Tener insomnio –noche a noche por años– implica asumir una condición existencial. Ver el contraste de las luces en la oscuridad. Sentir el silencio en la piel. Dormirse tarde, muy tarde, con la mente en blanco. O despertarse a una hora insólita y no poder volver a pegar los ojos. Estar en la cama dando vueltas, buscando el olvido de las obsesiones diurnas. Quedarse pegado viendo dibujos en la pared y con ganas de apagarse. Y, por supuesto, amanecer agotado. Estas y otras son costumbres usuales de quienes no pueden entregarse al sueño.

No poder dormir o dormir poco son experiencias íntimas donde el cuerpo manifiesta el dominio que tiene sobre nuestra voluntad y deseos. Algunos lo llaman desvelo, y lo calman con somníferos y ansiolíticos. Lo cierto es que muchos nos vemos en la obligación de estar despiertos a horas en los que la mayoría duerme, lo que no deja de ser angustiante, al menos en un comienzo. Desde niño que habito las noches y lo único que he aprendido es que cuando se asume el insomnio, se convierte en una perspectiva, un agujero en la pared mental por donde ver la realidad. En las horas en que no se duerme es posible escribir, especular, pasearse, fumar, hacer cálculos, bañarse. Sospecho que cualquier actividad que se haga en estas circunstancias está impregnada de un carácter denso, de un tono bajo, entre susurro y crujido. 

La psicología del insomne incluye, entre otras posibilidades: hambres súbitas, inquietud, dudas totales, lecturas azarosas, fijación con el porno y las noticias, pero sobre todo los humores se agudizan. La melancolía se apropia del ánimo y las sensaciones se intensifican hasta la exageración. No hay levedad ni paz si se le roban al día minutos. Mirar si hay ventanas iluminadas cerca y pensar en los que no duermen son afanes relacionados con el desasosiego y la falta de sueño.

Es abundante la literatura científica y los poemas y relatos que aluden al insomnio. Kafka describió en sus Diarios la rutina que desplegaba para sentir la soledad y luego poder narrarla con la exactitud de un cirujano. El comienzo de En busca del tiempo perdido, de Proust, está dedicado a contar con detalle cómo se va quedando dormido el narrador. Aunque se supone que esto sucede a una hora temprana, la ambigüedad del relato hace pensar que esas páginas cuentan una experiencia que pasa tarde. Proust investiga la duermevela, ese estado donde la vigilia se va diluyendo y la imaginación se confunde con las sensaciones. Es lo que Joyce indaga cuando pone en escena a Molly Bloom al final del Ulises. Elizabeth Bishop, en un poema titulado estrictamente Insomnio, hace estas observaciones: “Envuelve pues tus angustias con una telaraña / y tíralas en el pozo / a ese mundo invertido / donde la izquierda es siempre la derecha, / donde las sombras son en realidad el cuerpo, / donde nos quedamos despiertos toda la noche, /donde el cielo es tan llano como el mar /es ahora profundo, y donde tú me amas”.

Si algo se puede saber respecto del insomnio, es que al otro día cambiaremos de criterio. El carácter sombrío puede quedar impregnado y funcionar en determinados propósitos o trabajos, pero también desaparecer, o convertirse en mal borrador de una pesadilla. La luz modifica y, a veces, anula lo que creíamos que era acertado según la atmósfera de la noche. 

Este descalce permite entenderlo como un viaje con el inconsciente suelto, en calidad de piloto de nuestras emociones. El trayecto por el que nos guía puede ser tortuoso, de ahí que exista un miedo al insomnio, que se le vea como paseo por un infierno menor que deja secuelas físicas, incomodidades, que vuelven a surgir como dolores en la espalda y recuerdos inciertos. También existe la eventualidad de navegar el insomnio sin naufragar en el desaliento. Nadar en esa piscina vacía solo lo logran quienes liberan la sensibilidad y desatan sus fantasías eróticas. 

Prevenir qué nos espera si sospechamos que no vamos a poder dormir es inútil. La prudencia y el orden no sirven. Solo delatan la neurosis que nos acecha. Hay que entregarse sin ilusiones. Los destinos de la noche son intrincados, hasta para los que se acuestan felices.