Desde que asumió la presidencia de su país, y a pesar de su discurso antilatino, ha sido evidente que Donald Trump ha introducido un elemento decididamente latinoamericano a la política estadounidense. Es un presidente que no duda en exagerar cifras para quedar bien posicionado, que se presenta como si estuviera por encima de la política (que, a la vez, presenta como algo corrupto), que usa los medios de comunicación como un vehículo personal para llegar a la ciudadanía, que divide a la gente entre los suyos (los buenos) y los otros (una élite nefasta), y que ha aumentado el gasto público, en parte para financiar proyectos simbólicos pero inútiles como el muro fronterizo. Si hablara mejor español, Trump podría fácilmente ser presidente de Venezuela. 

También es posible que su presidencia termine de una forma muy latinoamericana –con una destitución–. Pero antes de eso, ocurre otro fenómeno que bien conocemos en la región. Una y otra vez, el señor Trump y sus cómplices han demostrado indiferencia hacia las solicitudes o consultas de comisiones congresionales investigando diversos aspectos de su administración. En otras palabras, Trump, que se nutre de conflicto, busca intensificar la pugna entre el poder ejecutivo y el legislativo, uno de las clásicas características de la política latinoamericana.

El conflicto contempla dos factores. Por un lado, existe, como en América Latina, un problema institucional entre dos ramas de gobierno. Al instalar los contrapesos que Madison y compañía describían en los documentos conocidos como El Federalista, los fundadores de la república estadounidense crearon un sistema en que presidencia y Congreso de vez en cuando entrarían en pugna (en el sistema norteamericano se agrega además la Corte Suprema, actor que en el caso latinoamericano suele ser menos poderoso).

Es cosa de ver los recientes eventos en el Perú para darse cuenta de que este conflicto institucional no es algo del pasado. Casi siempre termina, o con un Congreso clausurado, o con un presidente subiéndose a un helicóptero y buscando refugio en algún país amigo.

El segundo factor, tal vez más preocupante y dañino, es la estrategia trumpista para enfrentar el impeachment. Si bien el presidente no ha sido citado ante las comisiones investigadoras, sus colaboradores han aparecido frente los congresistas y las cámaras. En septiembre Corey Lewandoski, ex director de la campaña de Trump, compareció ante la Comisión Judicial de la Cámara de Representantes durante casi seis horas, y comenzó por declarar que “la Casa Blanca ha instruido que no revele la esencia de ninguna discusión con el presidente o sus asesores para proteger la confidencialidad del poder ejecutivo”. El secretario de Justicia, Bill Barr, demostró una actitud similar cuando le tocó comentar el informe de Robert Mueller ante la Comisión de Justicia del Senado. Es posible que otros testigos –los diplomáticos y representantes de Trump en Ucrania, incluyendo a Rudy Giuliani_ asumirán la misma actitud obstruccionista.

Desde los comienzos de su carrera empresarial el señor Trump ha demostrado que la mejor defensa, en ambientes legales u otros, es nunca reconocer la derrota, nunca pedir perdón, contraatacar y demandar. La estrategia es enredar, postergar y hacer que los acusadores gasten tanto tiempo y dinero que al final se agotan. Como señaló Lewandoski, es evidente que Trump ha dado instrucciones de actuar de la misma manera.

En este caso, sin embargo, hay dos importantes diferencias. Primero, el mismo Trump ha reconocido los hechos de los cuales ha sido acusado: la Casa Blanca, tal vez subestimando la gravedad de las acusaciones, publicó un resumen de la conversación entre el señor Trump y el presidente Zelensky de Ucrania, en que queda clarísimo que el mandatario estadounidense le pide que investigue a Joe Biden a cambio de entregar ayuda militar. Eso es ilegal.

Segundo, hay una lista de testigos que estarán más dispuestos a hablar, empezando por dos denunciantes vinculados con las agencias de inteligencia que tienen información directa de los intentos de Trump de pedir ayuda de gobiernos extranjeros para hundir la campaña de Biden.

Por ahora Trump sabe que, ceteris paribus, no le pasará nada. A menos que salgan detalles aún más chocantes (lo que no es para nada descartable), los senadores republicanos no votarán por sacar a Trump de la Casa Blanca. Y si el Congreso sigue pidiendo documentos, la pelea podría llegar a la Corte Suprema, como ocurrió en 1973, cuando ordenó que Richard Nixon entregara las famosas grabaciones de Watergate. Pero ahí también Trump ha logrado instalar amigos. El presidente debe sentirse protegido.

No cabe duda que hay suficiente evidencia –incluso admisión– de que se cometió un delito. Con instituciones funcionando, es difícil remover un presidente. Si estas asumen posturas partidarias, será imposible. A diferencia de Watergate, donde tanto la Corte Suprema, el Congreso y el mismo Partido Republicano optaron por defender la república ante los intereses partidarios, la latinoamericanización del sistema estadounidense está resultando en instituciones debilitadas y politizadas. Sin un cambio de rumbo, el legado de Trump no será una llamada telefónica a Ucrania o los otros intentos de influir en las elecciones, sino instituciones estropeadas y cuestionadas, cuya legitimidad durará una generación en recuperarse.

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