Nadie pretende que los historiadores zanjen la disputa como si fueran árbitros imparciales, pero sus trabajos pueden aportar nuevas luces a un asunto complejo, lleno de implicancias conflictivas y con varias décadas de rodaje encima.

Se lanzó, aunque en la piscina había poco agua, y el agua estaba más bien turbia. Hace dos semanas, el senador Fulvio Rossi confesó que fumaba marihuana ocasionalmente y que ese hábito esporádico nunca había mermado el desempeño en su vida profesional y política. Como médico, también puso en duda las ideas alarmistas de los campeones del prohibicionismo; como legislador, advirtió la inconsistencia de una ley que admite el consumo privado pero impide el acceso al producto, toda vez que penaliza el cultivo personal y criminaliza el tráfico. Finalmente, hizo constar que su caso personal es la expresión de un fenómeno social más amplio, el de los profesionales que hacen un uso recreativo de la marihuana y no por eso han caído en una espiral de consumo de drogas duras ni se han incriminado contra sus conciudadanos bajo los efectos de un porro. No diré que ardió Troya pero sí se alborotó el gallinero. Los guardianes de la probidad pública adoptaron un tono severo y advirtieron sobre los riesgos de hablar así del tema, con ligereza, sin el dramatismo catastrofista que le reservan al “flagelo de la droga”, una expresión bajo la cual engloban cosas muy distintas.
Es temprano para saber si están dadas las condiciones para un debate razonable sobre el tema de las drogas, más allá de lo referente a la marihuana. En esto, se habla sobre la base de prejuicios muy arraigados, y más que argumentos concluyentes se advierte a ratos casi un veto político a tratar el tema abiertamente, sin arranques de histeria ni arrebatos pontificadores sustentados en supersticiones piadosas. Los argumentos morales, religiosos y cien-tíficos se mezclan en un cocido de dudoso valor nutricional para el intelecto despierto que debe acompañar las discusiones públicas.
Cuando hablamos de drogas, también la historia como disciplina –y como remisión al pasado– tiene harto que decir, y por lo mismo haríamos bien en prestarle atención. Nadie pretende que los historiadores zanjen la disputa como si fueran árbitros imparciales. Pero sus trabajos pueden aportar nuevas luces a un asunto complejo, lleno de implicancias conflictivas, y con varias décadas de rodaje encima.
Sugiero leer Andean cocaine: the making of a global drug (2008), un libro fascinante del historiador Paul Gootenberg, producto de varios años de trabajo de investigación acuciosa en archivos estadounidenses, europeos y latinoamericanos. El libro cubre 150 años y abarca una larga serie de países, escenarios del desarrollo de la fluctuante biografía de la cocaína como mercancía moderna. Estados Unidos, Alemania, Perú, Bolivia, Colombia, Brasil, Panamá, Cuba y Chile son algunos de los países tratados como parte de la conformación de las mudables geografías de producción, circulación y consumo de este producto global. No es posible hacerle justicia en unos pocos párrafos a una investigación de alcance tentacular, así de sofisticada y ambiciosa, cuyos numerosos hallazgos empíricos se supeditan a un marco interpretativo capaz de acomodar, con provecho y elegancia expositiva, la evidencia más disímil, más heterogénea, hasta conformar un relato coherente que progresa desde el idilio de la ciencia con la cocaína como anestésico local hasta su boom comercial como droga ilícita bajo el control de poderosas mafias globales.
Chile desempeña un papel importante en esta historia. Importante y desconocido. La sabiduría popular, desmemoriada, suele pensar que el consumo local prendió en los ochenta, en los noventa, y que antes la cocaína era una exquisitez poco significativa en términos sociales. Gootenberg muestra algo bien distinto. Desde fines de la década de 1950 y hasta el golpe militar de 1973, los traficantes que dominan el incipiente mercado internacional son mafiosos chilenos, clanes con clubes nocturnos, prostíbulos y laboratorios clandestinos, además de redes internacionales. Santiago era un importante centro de consumo ya en los cincuenta. Con Pinochet el negocio se derrumbó, a golpes. Uno de los capos anti-drogas del gobierno de Nixon lo visitó para persuadirlo de las ventajas que le reportaría anular a las mafias locales de la cocaína: ganarse el favor de Estados Unidos, cuando las violaciones de los derechos humanos le estaban restando apoyo, y evitar que el lucrativo negocio de la droga llegara a convertirse en fuente de financiamiento para la lucha insurgente contra la dictadura. ¿Quiénes asumieron el relevo? Los colombianos, hasta entonces totalmente ajenos al tráfico, pese a hallarse tan cerca de Estados Unidos, el gran país consumidor de la droga. Nadie hubiera dicho que el ascenso de Pablo Escobar y de los carteles colombianos tuviese alguna relación con la reciente historia política de Chile. O bien, con Pinochet y la efectividad de su aparato represivo.

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