Nos gusta la improvisación y somos poco fijados en los detalles y en las terminaciones.
Por Andrés Benítez

La teoría supone que en un mundo global la concentración es inevitable. Solo aquellas empresas que logren tamaños interesantes sobrevivirán. En la industria automotriz esto ha sido particularmente cierto, salvo por esa diminuta fábrica de automóviles deportivos alemana: Porsche. Para algunos, era simplemente la excepción que confi rma la regla. Para la mayoría, ni siquiera era eso, porque sus días estaban contados.
Y entonces, vino la sorpresa. En una movida sin precedentes, Porsche acaba de anunciar la compra del 30% de Volkswagen, convirtiéndose así en el mayor accionista del gigante automotriz europeo. De David a Goliat tituló el semanario inglés The Economist, tratando de explicarse cómo la pequeña Porsche había comprado al mayor fabricante de automóviles del Viejo Continente.
Es cierto que Porsche es pequeña en tamaño. Pero es gigante si se piensa que es la empresa automotriz más rentable del mundo. Entonces, lo que le falta en participación de mercado, lo compensa con creces con la cantidad de capital que dispone para invertir. ¿Cuál es el secreto detrás del éxito de Porsche? Como siempre, no hay secretos. Se trata simplemente de una compañía que tiene una misión muy clara y un modelo de negocios que se apoya en una premisa muy simple: hacer las cosas bien.
En este sentido, la empresa señala que el ser pequeño es una ventaja. Primero porque se trata de compañías que crecen en forma orgánica, ordenada, y no vía adquisiciones, lo que redunda en una cultura interna muy homogénea. Segundo, porque la obsesión de hacer las cosas bien es mucho más factible de lograr cuando se trabaja en escalas reducidas, que con productos masivos.
El caso de Porsche se puede aplicar también a los países. Suiza y Finlandia, por ejemplo, obtuvieron el primer y segundo lugar en el ranking de competitividad global, desplazando a gigantes como Estados Unidos o Alemania. En otras palabras, Suiza sería la Porsche en el mercado de los países. Un país pequeño, pero muy bien administrado, y por ende muy rentable.
Basta mirar los datos para entender de lo que estamos hablando. Suiza tiene una población de 7,3 millones de habitantes, 40 veces inferior a la de Estados Unidos. Tiene un PGB que representa el 0,4% de la economía mundial, en tanto que Estados Unidos tiene una participación de 20%. Pese a ello, Suiza es más competitivo que el gigante norteamericano, lo que indica que cuando se hacen las cosas bien los resultados quedan a la vista. Si los países se vendieran, entonces podríamos pensar en que Suiza se podría comprar una parte de Estados Unidos, tal como la Porsche se compró la Volkswagen.
Y llegamos al caso de Chile. Un país pequeño, pero que desde hace varios años está estancado en el lugar 27 del ranking de competitividad. Muchas cosas se pueden decir de esta situación, pero al menos hay una clara. Al contrario de la Porsche o de Suiza, en Chile claramente no existe una cultura, ni menos una obsesión por hacer bien las cosas. Por el contrario, nos gusta la improvisación, somos poco fijados en los detalles y en las terminaciones, las que muchas veces determinan la calidad, o baja calidad, de lo que hacemos.
En el sector público esto es evidente. Basta mirar lo que ha sucedido con el Transantiago para darnos cuenta que las cosas no se hicieron bien. Se improvisó, se usaron datos antiguos, todo lo cual redunda en un sistema que hoy tiene sumido en un caos a Santiago. Y aunque todos se concentran en las culpas políticas, la verdad es que todavía nadie entiende por qué todo salió tan mal. Porque en defi nitiva los detalles no le importan a nadie. Lo que buscamos es cortar cabezas, que alguien pague, pero no ir al fondo de los problemas.
Pero quedarse solo en el sector público, sería un error. En el mundo privado tampoco el panorama es mucho mejor. Estamos plagados de productos y empresas cuya cultura en nada se asemeja a hacer bien las cosas. Malas terminaciones, pésimo servicio, bajo cumplimiento en las prestaciones, son características comunes en nuestro vivir. Y tampoco nos importa mucho. El problema es que así los países no funcionan bien, no crecen lo que deben y, en defi nitiva, tienen poco futuro. Porque al fi nal, muchos de nuestros problemas no pasan por cambiar las leyes ni los modelos económicos. Pasa simplemente por hacer bien lo que tenemos que hacer.

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