El lugar común para mi generación es que con la excepción del activo rol político de Agustín Edwards Eastman en relación con el golpe de Estado, es poco más lo que puede decirse del difunto propietario de El Mercurio. Heredero de una de las familias más ricas de la historia de Chile, dueño por legado de la más influyente empresa de prensa de la nación, cuesta, sin embargo, encontrar desde la perspectiva larga otros aspectos relevantes que destacar en él, a diferencia de tantos personajes de esa familia que, siempre polémicos, dejaron una huella significativa: en la literatura, en la gastronomía, en la filantropía, en la creación de riqueza.

Y es que la figura histórica del fallecido empresario está tristemente asociada a la intervención extranjera en nuestros asuntos internos. Probablemente nadie en nuestro país participó más visiblemente que Edwards de este destacado capítulo de la Guerra Fría, consistente en la destrucción de la democracia chilena. Su activismo en favor de la intromisión norteamericana en los sucesos del 73 es de tal magnitud y tiene tales niveles de registro –sea en reportes de comisiones parlamentarias del Congreso de los Estados Unidos, en documentos desclasificados de la seguridad nacional norteamericanos y en innumerables investigaciones académicas y periodísticas–, que hace imposible negar su rol articulador en esa trama de operaciones encubiertas, financiamientos ilegales y conexiones cívico militares para dar fin al gobierno de Allende.

Y aunque respecto de la caída de Allende puede haber muchos responsables, partiendo por la incompetencia y exaltación de varios de sus propios partidarios, la aproximación de Agustín Edwards a este evento histórico lo pone en un lugar muy alto en esta trama de fin sangriento. Y no es bonito estar allí.

Pero puede que esta aproximación a Agustín Edwards, únicamente como un insigne conspirador, sea mezquina. Quizás falte por averiguar cuánto pesó Edwards Eastman en el sostén de El Mercurio como agente ideológico fundamental de la derecha chilena tal y como la hemos conocido los últimos cincuenta años.

Falta por saber cuánto efectivamente estuvo al timón de este buque insignia que ha sido El Mercurio, de ese Vaticano de pensamiento de esta compleja y decisiva derecha local que ha sabido mezclar autoritarismo político, desdén por los derechos humanos y conservadurismo moral con liberalismo económico y pragmatismo táctico. Para estos efectos, Edwards siempre estuvo en la trastienda, entregando a otros el protagonismo de la dirección de su influyente diario. Habrá que averiguar cuánto tuvo que ver en esto Edwards Eastman, porque una parte de las transformaciones mayores que ha vivido esta sociedad, economía abierta y reducido peso del Estado, surge de esta influencia que derrotó y sepultó a las otras viejas escuelas de la derecha chilena.

O quizás esta operación así de contundente ha sido más bien el fruto de muy viejas inercias, o el resultado de complejos equilibrios en donde nombre del propietario sólo valió en cuanto gestionaba esa gran complejidad. Pero esto es importante, porque El Mercurio ha marcado demasiado firmemente la pauta de nuestros acontecimientos cotidianos en las últimas décadas y ha dejado una huella profunda en el modo en que vivimos hoy nuestra vida en común.

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