Está visto que el gabinete no es el mejor laboratorio de ensayo para juntar el aceite con el vinagre.

 

¿Qué de extraño puede haber en que los niveles de aprobación ciudadana al gobierno caigan si hasta el propio gabinete se ha convertido en una cámara oscura de trampas, cuchilladas y desconfianza? En las últimas semanas han vuelto a multiplicarse las evidencias de la incapacidad de la actual administración, tanto para establecer una hoja de ruta convincente y reveladora del sentido en que quiere moverse, como para poner en los ministerios a equipos calificados y comprometidos con esa dirección. La decisión de la presidenta de volver a reprender a sus ministros en público, además de confirmar lo que todo el país ya estaba viendo –que al interior del equipo hay descoordinaciones, fracturas y cuentas pendientes– es doblemente lamentable porque la mandataria vuelve a colocarse en una posición impropia de quien tiene su cargo la máxima responsabilidad del Estado, al comentar incidencias del gobierno como si no fuera el suyo. Es la segunda vez que lo hace después del cartillazo y el hecho es revelador de una brecha evidente: una cosa es asumir el mando supremo de la nación y otra muy distinta es ejercerlo.

Dicen que Napoleón elegía a sus mariscales entre aquellos oficiales que, teniendo mayor capacidad que el resto, poseían además mejor suerte. Era un criterio a lo mejor discutible pero que por último podía verificarse en los hechos. El éxito, dice el refrán, no necesita explicaciones y el fracaso tampoco las admite. Pero desde luego hay muchos modelos para articular los altos mandos y los equipos de gobierno. Algunos presidentes privilegian la afinidad y buscan proyectarse a sí mismo en cada ministerio. Otros apuestan a la complementación, buscando en sus ministros gente que en determinadas áreas puede pensar distinto, con tal de capitalizar ventajas que ellos –los presidentes– no tienen, con la idea de suplir debilidades o cubrir frentes vulnerables. Los hay también que hacen un resuelto acto de fe en figuras de reconocida autoridad en temas que ellos no dominan y no faltan los que privilegian por encima de todo –por sobre la idoneidad o competencia específica, incluso– la adhesión personal irrestricta expresada en nexos antiguos y probados de colaboración y lealtad.

En principio ninguna matriz es mejor o peor que otra. El mandatario podrá optar por cualquiera o hacer una combinación de varias en las proporciones que crea adecuadas. Pero en estos temas nada es gratis. El presidente –efectivamente– debe saber de antemano que corre riesgos innecesarios tratando de juntar el aceite con el vinagre o de nombrar ministros que a veces están caros, no ya para subsecretarios, sino incluso para jefes de servicios. Cuando además entre ellos no existen relaciones de mínimo respecto ni lealtad, sea porque la decencia no es lo suyo o porque nadie forjó entre ellos empatía y espíritu de cuerpo, nada bueno puede salir de ahí. Eso explica la inusual carrera de desencuentros, zancadillas, chismes y trascendidos que han caracterizado a los gabinetes de la presidenta Bachelet.

Es cierto: si el gobierno ha defraudado numerosas expectativas que, real o artificialmente, la ciudadanía se había forjado de la actual administración no es exactamente porque los gabinetes no hayan “cuajado”. El problema es algo más complejo que el de un coro desafinado porque este es un gobierno que, después de año y medio en La Moneda, no ha terminado de encontrarse ni con sus prioridades ni con su cometido. La velocidad con que se ha estado desgastando en una contingencia tras otra diría que carece de agenda. Y las explicaciones que ha tenido que dar –por el Transantiago, por las chambonadas en la designación del titular de Chiledeportes, por sus papelones en el Congreso, por sus erráticas actuaciones en el conflicto de Codelco o por los dimes y diretes entre los propios ministros- le están poniendo cada día una etiqueta aún más perdedora, de la cual es muy difícil zafarse en política. Cuando hay ministros dispuestos a apuñalar a un colega sobre la base de un informe inocuo o a apuñalar al modelo a la primera de cambio, sea para salvar su propio pellejo en un caso o para contrariar una estrategia de desarrollo que no comparte en el otro, lo que hace falta es que alguien resuelva y ese alguien no puede ser sino quien los designó en un cargo a todas luces que les quedó grande.

Después de años y años de discurso antieconomicista de parte de los sectores de la Concertación más identificados con la primacía de la política, que son precisamente los que entraron al gobierno con Bachelet, la economía muestra saldos en azul y la política en rojo. Vaya primacía. El gobierno no está haciendo bien su trabajo. La presidenta no se da por aludida y los responsables de las descoordinaciones y errores ni siquiera se ponen colorados.

 

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