Fue una mañana extraña la del jueves 19 de junio. La noche anterior la selección chilena de fútbol venció por dos goles a cero a su símil español, vigente campeón del mundo, condenándola a regresar más temprano de lo previsto a casa. Mientras me regocijaba leyendo la prensa deportiva desde una cafetería en suelo catalán, la televisión transmitía en directo los actos oficiales de la entronización de Felipe VI, nuevo monarca de España. Quizás fue sólo mi impresión, afectada por la fiebre del mundial, pero pude leer la decepción en la cara de varios de los asistentes al magno evento. No digo que haya sido un funeral, pero el español es un pueblo futbolizado que además cifraba grandes esperanzas en su legendario equipo de estrellas. La marraqueta no estaba crujiente ni en los salones ni en las calles de Madrid. Los medios locales consignaron que las banderas y celebraciones fueron apenas “lo justo”.

 

Servicio de utilidad pública

Juan Carlos I fue un rey útil, piensan los españoles. Su legitimidad dinástica –por el lado Borbón, su abuelo Alfonso XIII fue el último monarca antes del advenimiento de la república en 1931– y su legitimidad institucional –fue el heredero designado del dictador Francisco Franco por disposición constitucional– no eran en ningún caso suficientes para un país que parecía haber olvidado su tradición real. Juan Carlos tuvo que ganarse la más difícil de las legitimidades para un monarca en tiempos modernos: la de ejercicio. Y lo hizo. Muy pocos historiadores o analistas reposados restan méritos a su participación en la transición española. A mediados de los setenta, se suponía que el tímido y parco Juan Carlos sería la marioneta perfecta del franquismo. Sin embargo, dio importantes pasos hacia la democracia y se consolidó como un gobernante reformista. Como la nuestra, la transición española también fue larga. Su primera parte se completó con la llegada de los socialistas de Felipe González al poder en 1982. Se perfeccionó en 1996, con la alternancia que puso al Partido Popular de José María Aznar a cargo del gobierno. Durante todo este tiempo, Juan Carlos fue un rey casi ejemplar: intervino en momentos claves (resistió la intentona golpista de 1981), entendió su limitado rol en el marco de una monarquía constitucional y supo ganarse el cariño de sus súbditos. Sin embargo, parte del capital político acumulado lo dilapidó en los últimos años. Tuvo que pedir perdón por su inexplicable safari en Botswana (tanto por la demencial crueldad de cazar elefantes por diversión como por hacer viajes de lujo en plena crisis económica) y enfrentó un vendaval de acusaciones de corrupción en las cuales su hija –la infanta Cristina– es protagonista. En resumen, con Juan Carlos a la cabeza la corona española se estaba depreciando aceleradamente. Su abdicación fue interpretada como una jugada oportuna para no poner a su sucesor Felipe en una situación aún más complicada.

España_Bellolio

El despertar republicano

Una monarquía que se sostiene en su utilidad política contingente y no en principios trascendentales ni escritos sobre piedra, bien puede ser reevaluada cuando los tiempos cambian. Al menos eso piensan varios millones de ciudadanos españoles, que estiman que en pleno siglo XXI hay pocas razones que sostengan una institución de estas características, sobre todo cuando es hereditaria. Un dato es revelador: casi el 60% de los mayores de 65 años se declara incondicionalmente monárquico, cifra que baja al 50% en los mayores de 45. De ahí para abajo, los monarquistas son minoría. Entre los 18 y los 30 años, los republicanos obtienen su mayor diferencia a favor. Estas cifras tienen una explicación: los que vieron en acción los buenos tiempos de Juan Carlos y pueden dar testimonio de su contribución política tienen una mejor opinión de la corona. En cambio, los que sólo han presenciado la historia de una familia real envuelta en escándalos y aprovechamientos en tiempos de normalidad democrática, no le ven mucho sentido al asunto.

Sin embargo, en el caso español hay un ingrediente adicional. La bandera republicana –que pude ver ondear sin distinción en los balcones de Bilbao, Pamplona, Girona, Valencia, Cádiz o Madrid– no es neutral en su simbología histórica. Para la izquierda, es el recuerdo vivo de la utópica década de los treinta que acabó de un brutal zarpazo con la Guerra Civil. Ser republicano, entonces, puede significar dos cosas en la España contemporánea: por una parte, aspirar a vivir en un sistema político democrático y civil sin reyes ni reinas como poderes tutelares; por la otra, alimentar la mítica remembranza de la izquierda y su corta república socialista. Es una asociación mental problemática para la causa, que recuerda la estrategia que la derecha chilena usa contra los partidarios de una asamblea constituyente, al denominarlos genéricamente como chavistas. Pero aunque sea cierto que la familia republicana va liderada por la izquierda española, es un lote diverso. Los une un sentimiento de repulsión a una serie de privilegios que consideran injustos y anacrónicos. Por ejemplo, les molesta que Juan Carlos tenga en la actualidad un fuero especial que restringe su responsabilidad judicial. Y al igual que los simpatizantes de la asamblea constituyente en Chile, los republicanos tampoco están todos claros y contestes en la definición de la alternativa institucional concreta a la monarquía constitucional: ¿se debe conservar la figura del jefe de Estado haciéndolo electivo? ¿Basta con el jefe de Gobierno? ¿Presidencialismo o parlamentarismo? No se sabe.

 

El desafío de Felipe

El nuevo rey no ignora el escenario y tampoco se hace el desentendido. Dentro de los márgenes de lo políticamente correcto, ha reconocido los problemas que hereda: una monarquía desprestigiada, una hermana imputada por fraude al fisco, una crisis política que se suma a la económica, un ánimo colectivo poco estimulante. Sus primeros pasos han sido fríamente calculados.

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Para ponerse a tono con los tiempos, optó por una coronación sobria antes que fastuosa. A diferencia de su padre treinta años antes, prescindió de todas las bendiciones eclesiásticas y reafirmó su compromiso con la laicidad del estado. En un guiño a las comunidades autónomas con afanes independentistas, Felipe VI terminó su discurso de posesión agradeciendo en euskera, catalán y gallego. También tuvo sonoras palabras para reivindicar el estándar ético que debe guiar el comportamiento de la realeza (la infanta Cristina, dicho sea de paso, está exiliada de los actos oficiales desde hace buen rato). Por cierto, el vaso siempre se puede ver medio vacío: Felipe VI juró como nuevo rey enfundado en uniforme militar en lugar de atuendo civil, su primera visita oficial fue al Vaticano a besar la mano del Papa, evitó referirse a su territorio como un estado plurinacional (de hecho habló de las “otras lenguas de España”, en lugar de llamarlas por su nombre), y no fue explícito en la condena de los actos de corrupción que atosigan a su familia. Pero no se puede pedir todo de una sola vez, piensan los reformistas. El nuevo rey se ha propuesto encarnar una monarquía renovada para los difíciles días por venir. La clave del éxito, según los analistas, está en caminar por la delgada cuerda que exige dos actitudes que parecen contradictorias: por una parte, mantener la neutralidad política y “reinar sin gobernar” como reza el aforismo; por la otra, tener la audacia de terciar en disputas sensibles que validen la utilidad de su cargo. Nada sencillo.

 

El desafío de España

Dos cosas me llamaron profundamente la atención en mi recorrido. Primero, la fuerza con la cual se sostienen los anhelos separatistas en el País Vasco y Cataluña. En la bellísima San Sebastián –o Donostia en lengua euskera– vi el partido de España contra Holanda con la enorme mayoría de los parroquianos locales vitoreando cada gol naranja. Los afiches que anunciaban los partidos del Mundial evitaban colocar la bandera española. Sobre un espacio en blanco, sólo aparecía escuetamente escrito “La Roja”. Tampoco corrí peligro gritando con el alma los goles de Vargas y Aránguiz algunos días después: la Costa Brava también se inclinaba por Chile. En Barcelona fui profusamente abordado por activistas del referéndum que se planea para noviembre de este año. La idea es consultar a los habitantes de Cataluña si acaso les parece una buena idea emanciparse de España y convertirse en un nuevo estado soberano europeo. No es vinculante, reconocen, pero servirá para meter presión, esperan.

Aprovecho de mencionar que recién me topé con el merchandising real en Madrid. Ni Bilbao ni Barcelona me sirvieron para encontrar chapitas de la estupenda Letizia. La coronación –como la eliminación de España del mundial– les pasó por el lado.

Lo segundo que traigo a colación es la monotemática –y amarga– conversación sobre la crisis, especialmente en la capital. El Gobierno de Mariano Rajoy insiste que el avión de la economía está finalmente despegando. El “paro” –nivel de cesantía– se mantiene en torno al 25%. Esa cifra aumenta dramáticamente en los jóvenes. La calle no parece creerle a las cuentas alegres del oficialismo, que incluso plantea una reforma para disminuir la carga tributaria. El Gobierno de Rajoy también hace noticia en las últimas semanas por la modificación de la permisiva ley de aborto que pasó Rodríguez Zapatero en su mandato. No es común que la derecha revierta estos procesos una vez que los ha perdido –¿se imagina usted a la UDI pidiendo la revocación del divorcio en la actualidad?–, pero el Partido Popular español tiene una fuerte base conservadora que hace sentir su influencia. Rajoy no es un tipo popular. El problema es que el PSOE agotó sus chances, especialmente después de haber metido a España en el atolladero en que se encuentra. Ambos partidos viven una crisis de liderazgos que anticipa un fuerte recambio generacional después de una larga hegemonía de la cohorte de los González y los Aznar. Es interesante que Felipe VI haya repetido ese concepto hasta el cansancio en su discurso inaugural. El nuevo rey tiene 46 años y es el símbolo de una generación que reclama el bastón de mando en la política y la empresa españolas.  •••

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