Doctor en Ciencia Política.
Director ejecutivo de Plural.

En medio de nuestro afán colectivo por criticar la sociedad chilena, a veces perdemos de vista el camino recorrido en la eliminación de los legados institucionales de la dictadura, lo que la literatura especializada llama los enclaves autoritarios. Es fácil olvidar – especialmente para aquellos que nacieron después de 1990 – el efecto que tuvo recrear un sistema democrático mientras existían senadores designados, control civil sobre las Fuerzas Armadas, la conformación del Consejo de Seguridad, la presencia de Augusto Pinochet, entre otros. Pero tal como hubo enclaves autoritarios, se instalaron enclaves antiautoritarios, que persisten hasta la fecha. La reacción de la izquierda al bombazo del metro demuestra que es hora de deshacerse de esos enclaves también.

Algo pudimos constatar del fenómeno después del terremoto de 27 de febrero de 2010. Si bien nadie puede dudar de la complejidad que enfrentaron los tomadores de decisiones en esas primeras horas,  dada la precariedad de la información disponible, la reticencia de enviar fuerzas armadas a mantener el orden en los centros urbanos de la región se debió en parte, qué duda cabe, al enclave antiautoritario.

Por razones obvias el gobierno de Sebastián Piñera era menos susceptible a sufrir del mismo complejo. Pero eso trajo otros problemas. La premura por lograr resultados en casos similares de bombas llevaron al Ministerio de Interior de la época a presionar demasiado al Ministerio Público, de manera que las cosas se hicieron mal y no se logró el resultado esperado.

Ya durante el gobierno anterior la política comenzó a operar en un ambiente que dificultaba la implementación no solamente del orden público sino de cualquier política pública. Se consolidó un cuestionamiento de la legitimidad de cualquier ley o institución impuesta en dictadura; la Constitución, el sistema electoral, la Ley Antiterrorista, y el sistema de educación, entre otros. (Irónicamente,  el rechazo inicial al lucro en la educación superior se basó en una ley proveniente del régimen militar).

Este rechazo ha creado un zapato chino. Estamos en una etapa en que el sistema vigente pierde legitimidad, pero aun no se consensua, ni menos se construye, un sistema que lo remplace. Por consecuencia, es cada vez más difícil gobernar, y extremadamente difícil mantener el orden público con leyes e instituciones que unos consideran ilegítimos y otros consideran inadecuadas. Complicado en cualquiera instancia, pero trágico en el contexto de bombas dejadas en espacios públicos.

El legado de los enclaves antiautoritarios ha llevado a muchos a no entender lo que es y que no es la democracia, y qué es y qué no es la autoridad. Como la autoridad se confunde con autoritarismo, se piensa que cualquier institución dedicada a mantener el orden sería, por definición, autoritaria. Los traumas del pasado hacen que se rechacen organismos que huelen a recolección de inteligencia en el territorio nacional. Hoy se les pide a políticos que alguna vez fueron víctimas de una red de vigilancia que fortalezcan un sistema que recolecte información de grupos que se consideran subversivos.

Si aclaramos definiciones, sin embargo, no debiera ser tan difícil. En general se acepta que la libertad en una democracia no es absoluta. Y también se entiende que organismos de seguridad deben ser controlados por las autoridades civiles y electas.  Es muy distinto, por lo tanto, ejercer actividades que inteligencia bajo un régimen autoritario, sin control civil, que en democracia.

Uno de los principios fundamentales de la democracia es la entrega del monopolio sobre la fuerza al Estado, a través de un gobierno electo. El Estado, a la vez, ejerce su monopolio a través de Fuerzas Armadas, Carabineros, etc. Las actividades, los servicios de inteligencia entran en la misma lógica. Pero ya para el 27 de febrero vimos que entregar ese poder, incluso a las Fuerzas Armadas, sigue siendo un legado antiautoritario.

No siempre fue así. En los primero años de democracia la Concertación entendió que para dar garantías de gobernabilidad tenían que desarticular los grupos que conformaron la fracción armada de la oposición a la dictadura. La formación de ‘La Oficina’ fue clave y logró su objetivo – es probable que aún no se haya escrito toda esa historia. En ese momento la Concertación entendió la importancia de fortalecer la democracia y dar muestras de gobernabilidad.

Y ese es el punto. En la medida que las acciones de un servicio interno de inteligencia contribuyan al fortalecimiento de la democracia, contará con legitimidad. Los estatutos que establecen los servicios semejantes británicos – conocido como MI5 – hablan de ‘la protección de la seguridad nacional y, en particular, la protección contra amenazas provenientes del espionaje, el terrorismo y el sabotaje, de la actividades de agentes de poderes extranjeros y de las acciones cuyos propósitos son derrocar o socavar la democracia parlamentaria por vía política, industrial o violenta”.

Lo que legitima una institución como MI5 es un consenso generalizado que existe una democracia que debe ser defendida. Ese mismo consenso existe en la opinión pública, pero fue necesario un bombazo para que las autoridades superaran – por lo menos por ahora – los enclaves antiautoritarios. •••

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