Doctor en Ciencia Política, académico de la Universidad de Chile

La verdad es que Siria es un problema tan complejo, que incluso Donald Trump se encuentra con las manos relativamente atadas. El 5 de septiembre del 2013, el magnate le tuiteó a Barack Obama: “No ataques Siria. Arregla EE.UU.”. Sin embargo, Trump ha implementado, en gran medida, una política de continuidad con la estrategia del ex presidente.

A diferencia de la guerra en Irak, el conflicto sirio no comenzó con una invasión gringa. Pero hay similitudes: al igual que su vecino, Siria es un país “artificial” cuyas fronteras fueron dibujadas por poderes coloniales, dentro de los cuales habitan árabes, kurdos, turcos, yazidis, armenios y muchos otros grupos étnicos. Son cristianos (casi una decena de denominaciones), drusos y musulmanes chiitas (alauitas, ismailíes, imamíes) y sunitas.

Assad es alauita, grupo que representa poco más del 10% de la población pero que domina el aparato estatal. Como en Irak, esta mezcla multiétnica y religiosa se mantuvo unida por la fuerza. Cuando la Primavera Árabe desafió la autoridad absoluta de Damasco, todo se comenzó a desenmarañar.

Obama reconoció las similitudes con Irak, y optó por no interferir directamente. Las lecciones de la guerra en la antigua Mesopotamia fueron claras. Como muestra el documental The Final Year, el entonces presidente y su secretario de Estado, John Kerry, estaban atormentados por el dilema ético de no poder hacer más para evitar el desastre humanitario que es la guerra civil siria. Las presiones fueron enormes. Pero la complejidad de la situación indicaba que la acción militar no ayudaría mucho. No había aliados confiables ni apoyo doméstico para otra aventura armada. Se optó por disminuir lo más posible los avances del Estado Islámico, que era visto como algo aún peor, tanto para la población local como para la estabilidad regional, que el brutal régimen de Assad.

El segundo problema es lidiar con los intereses extranjeros en el país árabe. Rusia desea mantener su posición como poder dominante; Irán y Arabia Saudita representan dos almas del islam y luchan por expandir su influencia en el Medio Oriente. Israel teme que el Estado Islámico resurja en la zona. No puede permitir, además, que Irán, que declara su deseo por destruir el estado judío, obtenga una presencia permanente en Siria.

El tercer problema es cómo responder cuando a Assad se la pasa la mano. La decisión de la Casa Blanca tuvo como fin castigarlo por su acción e intentar evitar que vuelva a repetirla. Las alternativas para lograr ambos objetivos son amplias: desde lanzar una respuesta más fuerte, afectando la capacidad militar general de Damasco, lo que podría terminar por desestabilizar aún más la situación actual; hasta un ataque quirúrgico destinado a lugares desde los cuales la dictadura siria lanza misiles con capacidad química, o dónde se producen dichas armas.

El hecho de que Trump haya optado por lo segundo demuestra que, a veces, escucha voces razonables; en este caso, probablemente la del secretario de Defensa, el general Mattis. Una ofensiva más grande y generalizada hubiera involucrado a Washington más directamente en el conflicto, arriesgando una confrontación con Rusia y/o Irán, y exponiendo a las fuerzas armadas estadounidenses a una presencia más prolongada, sin buenas opciones de extracción.

Lo que aprendimos de los acontecimientos de los últimos días es que, a pesar de sus tuits amenazantes, Trump sigue siendo víctima de la presencia rusa no solo en la política doméstica norteamericana, sino también en el ámbito internacional. La sombra de Putin, por ahora, limita su margen de acción y condena a la población siria a (aún) más sufrimiento.

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