Michelle Bachelet quiere ser la presidenta de la justicia social. Sin embargo, ni su proyecto, fundamentalmente asistencialista, ni la coalición política que la apoya, la Concertación, ni el aparato estatal que encabeza, anacrónico e inoperante, operan a su favor.

Por Héctor Soto

Distingamos: unas son las razones por las cuales la ciudadanía eligió a Michelle Bachelet y otras las que ella tuvo para entrar a La Moneda.

Michelle Bachelet llegó a la presidencia básicamente por ser mujer, por empatizar comunicacionalmente muy bien con la gente, por inspirar altos niveles de confianza en distintos estratos de la población y –también– por interpretar mejor que otras figuras políticas el legado de la Concertación.

El gran proyecto histórico de la presidenta, por otra parte, es mejorar los niveles de lo que su gobierno ha llamado la protección social, que en el fondo no es otra cosa que entregar nuevas respuestas a las viejas y nobles demandas de la justicia social. Su percepción es que si bien Chile, en corto tiempo, ha logrado duplicar el tamaño de su economía y reducir drásticamente el número de familias que viven en la pobreza, el país ha descuidado un tanto en los últimos años el esfuerzo por extender los beneficios del desarrollo a la totalidad de la población. En estricto rigor razones no le faltan para pensar así. Los últimos gobiernos de la Concertación han sido especialmente remolones en ajustar las políticas públicas de contenido social a las nuevas realidades del país. No hay explicaciones muy satisfactorias para entender, por ejemplo, que hasta el gobierno del presidente Lagos las políticas habitacionales hayan operado básicamente a partir de las mismas matrices que definió el gobierno militar, no obstante que el país ya está en otra fase de desarrollo, o que en materia de calidad de la educación Chile siga arrastrando hasta hoy los mismos o peores déficits que tenía en 1980. Es cierto que el plan Auge intentó ser una modernización seria en el ámbito de la salud, pero basta tener en consideración la forma en que se han ido extendiendo los plazos de las prestaciones garantizadas por el Estado para comprobar que la brecha entre lo que se intentó hacer y lo que efectivamente se está haciendo es considerable.

POR LA EQUIDAD

La presidenta Bachelet puso a la reforma del sistema de pensiones en el eje de su programa de protección social y dentro de algunos meses debería quedar al alcance de los sectores más desprotegidos una pensión básica universal, modesta pero que en todo caso llevará un cierto alivio a los sectores más pobres de la población, sobre todo a los ancianos y a los hogares que, estando encabezados por mujeres, viven en la extrema pobreza. El proyecto es social y políticamente muy atendible. Sin embargo, parece un hecho que por sí solo no será suficiente para corregir desigualdades existentes, como tampoco lo será, al menos en curso de una generación, el programa de educación preescolar en que el gobierno está empeñado.

Siendo así, la gran pregunta es por qué el gobierno en sus políticas públicas no se juega más a fondo, al menos con mayor inventiva, para estimular la superación de los grupos que viven en condiciones de abierta precariedad. Desde la inercia gubernativa hasta el anacronismo de la orgánica estatal, tal vez hay muchos factores que juegan en contra de esta posibilidad, pero al final en su gran mayoría remiten al desgaste de la Concertación como coalición de gobierno y a su escaso potencial intelectual y político para generar nuevas ideas conducentes a una sociedad de mayor dinamismo, más generosa en oportunidades y con niveles superiores de movilidad social.

Porque al final, diciendo las cosas como son, el verdadero problema no está en que la presidenta apueste por la protección social como gran prioridad de su administración. El problema está en que lo haga con tanta timidez, circunscribiéndose casi enteramente al asistencialismo y sin apuntar a las condiciones estructurales que –tal como van las cosas– siguen y seguirán produciendo enormes desigualdades en Chile. Así las cosas, la duda no es por qué tanto; la duda es por qué tan poco.

En definitiva, para corregir en serio las desigualdades –y en esto la rueda ya está inventada– la verdad es que no hay palancas más efectivas que una educación de buena calidad para todos, una economía potente en términos de generación de nuevos puestos de trabajo –que es lejos el factor más determinante para reducir la pobreza– y un Estado efectivamente eficiente y moderno para arbitrar o corregir las asimetrías de los mercados. No es casualidad que en ninguno de estos tres frentes el gobierno de la presidenta Bachelet en estricto rigor esté comprometido muy a fondo. En educación no se ha hecho nada trascendental, el crecimiento económico ha sido decepcionante y en materia de reforma del Estado podríamos estar yendo más para atrás que para adelante. Para emprender con éxito estas tareas no solo hay que tener las ideas muy claras; también hay tener un coraje político de marca mayor. Y ni lo uno ni lo otro se advierte en la actual administración.

UN GOBIERNO EN APUROS

En relación a ese cuadro, es posible que todo el balance del primer año de gestión gubernativa de la presidenta Bachelet termine siendo puramente anecdótico. Es anecdótico, por ejemplo, que el gobierno haya estado buena parte del año tratando de desmontar bombas de tiempo que estaban instaladas en el cuerpo social desde hace mucho tiempo, como es el caso de la revuelta estudiantil que tuvo lugar en mayo y junio del año pasado. Es anecdótico que haya debido hacerse cargo de los casos de corrupción, malversación de caudales públicos y descarado intervencionismo electoral de la administración Lagos. Es anecdótico que esté pagando facturas por las imprevisiones y despropósitos del Transantiago cometidas en tiempos de Lagos y que en realidad no han sido muy bien enfrentadas hasta el momento. También lo es que la presidenta no haya podido constituir hasta ahora un gabinete capaz de superar los empates dentro de la Concertación y que más que afrontar los riesgos del fracaso corre el serio peligro de sucumbir a los riesgos de la irrelevancia. Es también adjetivo –y hasta lógico– que se esté gobernando más por reacción, en función de la agenda que van poniendo los medios y la clase política en el día a día, que por una acción coherente y articulada con un proyecto político y social de mediano y largo plazo.

Si es por atender al contexto un tanto chato y corto de miras de lo ocurrido en el primer año de gobierno de la presidenta, quizás lo primero que habría que rescatar es que el saldo, sin ser demasiado estimulante, claramente pudo haber sido peor. Por supuesto que esto no es poca cosa. Pero tampoco hay que agradecerlo tanto, del mismo modo que no cabe agradecer mucho la conducta de quien fue invitado a comer y no ofendió al anfitrión ni le faltó el respeto a su esposa.

A pesar de todo, el gobierno, no obstante carecer de un plan estratégico ambicioso y coherente respecto de lo que le gustaría hacer, tiene activos importantes a su favor.

El primero de todos es la figura de la presidenta. Es una mujer de enorme credibilidad pública y que, sin estar investida desde el punto de vista mediático de los ropajes de una estadista, está poniendo lo mejor de sí para que su gobierno y el país salgan adelante.

Bachelet ha hecho, por otro lado, un gobierno bastante responsable. Puso al frente de la conducción económica del país a un ministro de Hacienda y a un equipo que ha mantenido los equilibrios macro, que se sigue jugando por la regla del superávit estructural no obstante las tentaciones que ofrece, ahora más que nunca, la caja fiscal y que –precisamente porque quiere evaluar con seriedad los nuevos proyectos de inversión social– fue capaz de atenerse a un mínimo principio de la realidad al decidir que no estaba disponible para emprender aventuras como el puente sobre el Canal de Chacao, volador de luces con el que el presidente Lagos se había comprometido en su momento con más populismo que rigor.

Tampoco es poca cosa que esté trabajando sobre bases de mayor transparencia en la acción gubernativa. Las iniciativas contenidas en la agenda de la probidad, el proyecto de gobierno corporativo de las empresas públicas o, en una escala menor, la publicación del listado de beneficiarios de las becas Presidente de la República, son pasos que van en una dirección acertada, aunque esté fuera de dudas que en este plano todavía queda mucho terreno por ganar.

Hay que celebrar, en fin, que en un año donde la clase política se enfrascó muchas veces en discusiones que tienen sin mayor cuidado a la gente (el perfilamiento de las candidaturas para el 2009, los tiras y aflojas por el gabinete inicial y su posterior reestructuración, las pugnas internas de la DC, las grietas y rupturas del PPD, las insurrecciones caraqueñas de la bancada de la nueva izquierda, los liderazgos emergentes de la derecha, el currículum de la señora Depassier…), la presidenta no se haya enredado en pequeñeces y haya mantenido al menos presencia en los temas que realmente importan. Eso explica en gran parte la evaluación pública que tiene, positiva dentro de todo. Pero es también lo que la obliga a definir una agenda más creativa y ambiciosa si quiere seguir contando con la aprobación ciudadana.

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