Para quienes conocieron el Chile del pasado, los niveles de progreso material que exhibe el Chile actual son dignos de aplauso: hasta hace poco tiempo en nuestro país campeaba la mortalidad infantil, la desnutrición, el analfabetismo y la baja expectativa de vida, jinetes apocalípticos prácticamente derrotados. Nos piden comparar los índices de pobreza de 1990 (40%) con los actuales (14%), cuestión internacionalmente reconocida. La combinación de crecimiento económico más políticas públicas focalizadas explicaría el éxito chileno.

Añaden que hemos ido puliendo nuestro andamiaje político de la mano de una progresiva ampliación de derechos civiles antes impensados. Pareciera que en todos estos casos es honesto darles la razón. De hecho, nuestro país acaba de ser destacado por The Economist como el mejor país para nacer en la región latinoamericana.

Quienes no conocieron el Chile del pasado no tienen la perspectiva necesaria para comparar, al menos no desde la propia experiencia histórica. Acusan a sus padres y abuelos de acometer los cambios con demasiado temor. Hay poca conciencia de gradualidad en una generación para la cual todo se encuentra a un click de distancia. Sin embargo sería injusto condenarlos a ellos a no soñar un país diferente sólo porque sus predecesores vivieron más dificultades. Varios aspectos del desarrollo a la chilena pueden ser objetivamente criticables. Una vez que optamos normativamente por la libertad como principio prioritario y estructurante del modelo estamos obligados a aceptar sus consecuencias desigualitarias. Quizás sea cierto que una sociedad hegemónicamente educada en una lógica de mercado tiende a atomizar los vínculos sociales. Las tradiciones, el tejido comunitario e incluso el valor de la solidaridad se pueden ver resentidas frente al ímpetu del discurso de la competencia y el éxito individual.

Según interpretaciones afines a la teoría autoflagelante, nuestro buen rendimiento económico no basta para contener el malestar que actualmente experimentaría la sociedad chilena. Mientras los autocomplacientes festejan que tres de cada cuatro universitarios son de primera generación –lo que delata el incremento de cobertura y acceso– los autoflagelantes se quejan de los problemas de calidad y endeudamiento que padecen dichos estudiantes. Por otra parte, el sostenido aumento de ingreso per cápita que celebran los primeros –que nos acerca al selecto grupo de países desarrollados- es cuestionado por los segundos por esconder una mentira: basta que los ricos se hagan más ricos para mejorar el promedio.

En los últimos años se ha puesto de moda promover una medición alternativa del desarrollo que pone acento en la felicidad de los habitantes. Sin embargo las estadísticas enseñan que en todos los países que superan los 25 mil dólares per cápita los ciudadanos declaran un altísimo nivel de satisfacción con la vida. En cambio, los países ubicados bajo los 15 mil dólares viven situaciones disímiles: los humildes Colombia, El Salvador y Vietnam empatan a los pudientes Japón, Gran Bretaña y Australia en el ítem felicidad, mientras Irak, Tanzania, Bielorusia y Pakistán califican como pobres al mismo tiempo que declaradamente insatisfechos.

Se ha dicho, finalmente, que la inclusión de Chile entre los países que más sufren bullying escolar –dato arrojado en prueba Timss– es otro reflejo de una cultura que confunde competitividad con agresividad. Los expertos desmitifican la causa: problemas de clima en el aula son multifactoriales. De hecho, ninguna de las naciones que nos superan en este preocupante ranking son paradigmas neoliberales: Tailandia, Qatar, Bahréin y Marruecos.

Estamos progresando materialmente al tiempo que mejoran nuestros indicadores de desarrollo humano. Lo que no está claro es si acaso nuestro perfil cultural –mestizo, católico y periférico– nos tiene irremediablemente condenados a una versión lastimera de imitación liberal o bien la profundización del modelo –con su promesa ilustrada de autonomía individual– contiene el antídoto capaz de neutralizar sus propios parásitos. •••

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