Escritor

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Semanas atrás, Pepe Auth manifestó sus principios morales de forma clara y tajante, quizá como nunca lo había hecho antes. Dijo que lo correcto para él era apoyar en la próxima elección presidencial al mejor posicionado en las encuestas de su sector, el que tengas mayores posibilidades de ganar. Eso para Auth es lo apropiado, lo que indica su olfato de experto electoral, su experiencia como diputado y político. Esa declaración es tan elocuente que desnuda lo político. Muestra su impudicia para obtener el poder, sus irrefrenables deseos de quedarse con el premio mayor, esta declaración lo coloca al lado de los oportunistas, de los capaces de vender sus principios por un par de votos. Para Auth, todo se puede transar a la hora de quedarse con el poder. Piensa, al igual que muchos, que perder es siempre un fracaso, un descalabro del que hay que avergonzarse.

No deja de ser curioso que un tipo que señala representar a sectores de izquierda tenga una moral tan delgada y dúctil. El pragmatismo que Auth se arroga –junto con otros políticos– genera la inmediata desafección en los ciudadanos por el oportunismo egoísta que evidencia. Más extraño aún se vuelve su caso cuando recordamos que Auth cree representar a los débiles, los que nunca ganan y pierden desde que nacen. Es, al menos, una argumentación grotesca la suya si su interés es defender a los vulnerables con un discurso sin alusiones a la precariedad de la vida, sin palabras para los desolados.
A los ganadores les parece que los que no compiten son frágiles, y los que pierden son inferiores, ya que tienen menos recursos y dominios. Pero en eso se equivocan, ya que desconocen las ventajas y el inmenso poder que se obtiene al no ganar, al no estar pendiente de mantenerse en la punta a como dé lugar, con las paranoias y traiciones de rigor. Perder a veces es un alivio, perder a veces es injusto y perder suele ser un destino mayoritario. Las calles están repletas de perdedores en varias carreras y vacías de triunfadores. Perder significa estar al nivel de las personas.

La historia está llena de personajes que perdieron, pero que a la larga salieron ganando con sus descalabros. La historia también enseña que los ganadores cometen errores porque confían demasiado en sí mismos y descartan el reflexionar con otros porque las urgencias los devoran. Los perdedores están en una situación distinta: se atreven a contar sus dramas, a intercambiar historias para sobrevivir. Por esa razón, tal vez, en la literatura los personajes más entrañables son los perdedores. Son ellos los que trasuntan cercanía, piedad, astucia. Son los perdedores los que aprenden a ser solidarios con los que están en situaciones peores que ellos. Son los perdedores los que ven, sienten e imaginan cómo sufren los otros, sus circunstancias adversas les permiten darse el lujo de fantasear con las vidas ajenas. Los ganadores no hacen ese ejercicio, se lo reprimen, no tienen tiempo, desconocen lo que es el placer de sentarse sin nada que hacer, sin agenda ni plan estratégico.

Ayer encontré en el Facebook de la fotógrafa Leonora Vicuña un posteo que me quedó rebotando en la mente. En él se lee lo que conjetura una artista en pleno contacto con las ideas y sensaciones que circulan, una mujer que trabaja con la realidad y cuyo discurso son sus imágenes difíciles de obtener por su belleza y su capacidad de revelar un momento de la historia. Lejos del poder rancio al que aspira Pepe Auth, Leonora Vicuña escribe y comparte esta observación: “Me atrae más el fracaso, mucho más que el éxito. En francés fracas quiere decir ruido, estrépito, estruendo. Eso me atrae más.  El éxito es según algún diccionario: victoria, triunfo, gloria, fama, consecución, culminación, celebridad, renombre, notoriedad. Todas cosas bastante vanas, cuando se piensa que la cuerda infinita del tiempo y del espacio es bastante ajena, y en ella somos sólo ruido, estrépito, estruendo, apenas. El éxito supone mucho cálculo, bastante frialdad. El fracaso, en cambio, supone la vacilación, el conocimiento del vacío, la renuncia lúdica y lúcida al brillo que generalmente es impropio como el tiempo infinito. En ambas actitudes hacia lo uno o lo otro hay un orgullo, por cierto, y pueden ser consideradas, al fin y al cabo, caras de una misma moneda. Es lo que finalmente nos separa, lo que nos permite luchar, disentir, dialogar –a veces–, o cerrar la puerta estrepitosamente. En medio de todo esto está el fantasma del poder. Esa jodida cosa difícil de definir. ¿Vas tras el poder o prefieres beber en el bar con tus amigos y hablar con las sombras? Exitus, del latín, salida… Salida triunfal, ¿hacia dónde, hacia qué?”. •••

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