Director Revista Capital

Durante varias semanas, millones de ciudadanos (pacientes de consultorios, trabajadores y pensionados, emprendedores y empresarios, en fin, chilenos sin distinción, muchos de ellos con necesidades apremiantes) fueron víctimas de una maquinaria extorsiva implacable que los usó de rehenes con el propósito de extraerles recursos (en su condición de contribuyentes) en beneficio del grupo de presión que los victimizaba.

Fue algo así como un golpe del Estado… o un golpe de los trabajadores del Estado. Algo que remotamente tiene un parecido (aunque, en rigor, incomparable porque está a una escala mucho menos cruenta), a un golpe de Estado: lo anterior, en la medida que se trata de personas que tienen un monopolio (no de las armas, sino que de palancas críticas para el normal funcionamiento de la sociedad), y que ejercen el poder que se les ha delegado con el propósito de obtener un resultado, aun a costa de que ello perjudique a sus propios mandantes.

Más allá de si la presidenta de la República “traicionó” los principios del socialismo, como dijo un dirigente del movimiento al que de vuelta se le reprochó su inclinación por los autos de alta gama, y más allá del desorden oportunista (tema del que hablamos en la edición anterior) que se apreció a nivel parlamentario durante buena parte de la negociación del reajuste de remuneraciones del sector público, lo cierto es que en esta oportunidad, quienes encabezan el Estado en beneficio de todos los chilenos, estuvieron a la altura de la circunstancias.

Sin entrar en la burda imagen de si se traicionó al socialismo, en este caso lo que corresponde es juzgar este trastornado proceso desde el punto de vista de las señales políticas, pues en términos de plata, igual el país salió para atrás, ya que los cerca de ocho millones de dólares de diferencia que separaron el primer veto presidencial de la propuesta finalmente aprobada se quedan cortos al lado de las pérdidas producidas a nivel económico y social con la paralización.

Fue en ese plano en donde lo registrado en esta negociación salarial tiene una importancia superlativa como mensaje político. Uno que va más allá de la escasez circunstancial de recursos en que se encuentra el país tras tres años creciendo a rastras cerca de 2% y con un precio del cobre que no da abasto a las necesidades. Un mensaje político que aparentemente viene por fin a aceptar que más allá de los deseos utópicos, los déficits y problemas que tiene este país (que nominalmente está en la OCDE, pero que merecidamente está al final de todas las tablas en ese exclusivo club de las llamadas naciones ricas) son de tal calado, que el peor error que se puede cometer es dejarse llevar por las mezquinas dinámicas de los grupos de presión y olvidar el conjunto de necesidades que tiene la nación. •••

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